La poesía es arena entre los dedos de la razón, un enigma siempre a punto de ser descifrado. Tal vez en este “a punto de” esté la clave de una frustrada cacería –inminencia y atisbo–, vislumbre de un dibujo en la arena “a punto de” ser borrado por la ola. En una reciente tertulia sobre Para qué escribir poesía, una participante me preguntó si creo en la poesía escrita con la ayuda de la inteligencia artificial (IA). Confesé que carezco de respuesta.
Nuestro tiempo es el de la revolución de las máquinas. La IA quizás sea la contestación a aquel planteamiento, ¿pueden pensar las máquinas?, que merodea la mente humana desde que buscó su primera herramienta para aliviar la fatiga del cuerpo. La palabra, alfa y omega del ser humano, es la única savia de la poesía. Guía de exploración de nuestros infinitos. Descifradora de misterios siendo como es su encarnación. Violación del tiempo.
La poesía ha ido asimilando los cambios ocurridos en el espíritu humano a lo largo de la historia. Paul Éluard creía que esta llama que alumbra y ciega, que es la poesía, será siempre capaz de absorber “lo mejor de los humanos”, ¿y lo peor? Cada poeta funda su arte poética. ¿Para qué escribir poesía? Quizás para mirar el fondo de la noche, execrar guerras y expoliaciones, saber que no estamos solos en nuestros autoexilios e intemperies.
¿Qué es la poesía? Dejo que Aldo Pellegrini tiente una respuesta: “La poesía –dice– tiene una puerta herméticamente cerrada para los imbéciles, pero abierta de par en par para los inocentes… Por supuesto, es el pueblo el poseedor potencial de la suprema actitud: la inocencia. El inocente, inconsciente o no, se mueve en un mundo de valores (el amor, en primer término), el imbécil se mueve en un mundo en el cual el único valor está dado por el ejercicio del poder”.
“Poesía sin ti nada existiría/ no oiríamos el rumor del tiempo/ socavar nuestro corazón…/ Ni existiría la palabra Dios/ con la que nombramos nuestro desamparo” (J. C. E.).