Existen personas a quienes no convencen ni las evidencias más claras de que merecen ser reevaluadas sus ideas. El sicólogo germano-norteamericano Ulric Neisser contaba la historia del hombre que fue a ver a un siquiatra, convencido de que él –el paciente- estaba muerto. Los esfuerzos iniciales del siquiatra por convencerlo de que estaba vivo no dieron ningún resultado: el hombre seguía convencido de que estaba muerto. Un día, se le ocurrió al siquiatra una nueva manera de intentar convencerlo. “Tú sabes”, dijo, “que los muertos no sangran, ¿verdad?” “Claro”. contestó el hombre. Alentado por esa respuesta, el siquiatra clavó una aguja en el brazo del paciente y al ver salir un pequeño chorro de sangre preguntó, “¿Y ahora qué dices?”. Luego de un breve silencio, el paciente respondió, “¿Quién iba a creerlo? ¡Los muertos sí sangran!”.
Esa incapacidad para replantear nuestros esquemas mentales es afortunadamente extrema, hasta inusual. Pero la mayoría de nosotros exhibe alguna resistencia a nuevas ideas y a la necesidad que estas traen de reevaluar las que ya tenemos. Esa resistencia es comprensible. Los paradigmas a través de los cuales entendemos la realidad y nos relacionamos con ella son pilares esenciales de nuestra seguridad sicológica.
No es, en consecuencia, ni sano ni aconsejable pensar en deshacernos a cada momento de nuestras creencias, nuestros valores y nuestras actitudes, en una infinita apertura al cambio permanente.
Pero tampoco es sano aferrarse desesperadamente a ideas fijas, como el paciente del que contaba Ulric Neisser, cuando es cada vez más evidente que esas ideas están en la base de nuestros problemas más profundos. Y una parte importante de lo que nos pasa a muchos de nosotros, como personas y como sociedades, es precisamente ese aferramiento a ciertas formas tradicionales de ver y de entender la realidad.
Muchos entre nosotros ven al que piensa de manera distinta a la suya como un pobre imbécil; piensan que las relaciones entre personas o grupos tienen que terminar en que los unos ganen y los otros pierdan, aunque eso signifique que se den de palazos o de balazos; entienden el proceso político en democracia en términos de “amigos y enemigos”; buscan “líderes” que les den respuestas fáciles y no les induzcan a pensar o, peor, a cambiar; creen que los demás están acá solo para servirles; piensan que es fuerte el que golpea más duro, no el que controla sus ganas de golpear.
Existen sociedades que han cambiado sus paradigmas dominantes.
Una de ellas nos dio una muestra excepcional, cuando el rescate de los 33 mineros, de los resultados de ese cambio positivo. No es fácil lograrlo, algunos seguirán creyendo que están muertos, pero el resto sí podremos cambiar.