Durante doce años he sido presidente de Cáritas Ecuador, una de las aventuras más hermosas de la Iglesia ecuatoriana. Ello me ha permitido no sólo analizar la realidad sino, y sobre todo, estar cerca de la gente, especialmente de los que sufren en carne propia las contradicciones de un sistema social no siempre acorde con la dignidad humana y con el bien común. Me ha tocado auxiliar a los necesitados de pan y de esperanza, pero también a promover proyectos de desarrollo (sobre todo de tipo agroecológico) que han supuesto para muchas familias mestizas e indígenas una real mejora en su calidad de vida. Cuando te dedicas a estas cosas comprendes que la solidaridad no sólo cura las heridas de los pobres, sino que ayuda a comprender mejor la igualdad de todos en dignidad y derechos.
Nunca como hoy ha existido una conciencia tan difundida del vínculo de interdependencia que nos une a los seres humanos. Los procesos de globalización, con sus luces y sus sombras (el Papa Francisco frecuentemente habla de la globalización de la indiferencia) atraviesan el planeta a todos las direcciones. Por eso, en estos tiempos, cuando en Wuhan se acatarran estornudan en Nueva York.
Los medios de comunicación (especialmente la TV y las redes sociales) retrasmiten lo que pasa en cualquier rincón del mundo y en tiempo real. Ello nos ha ayudado a ver (¡ver!) las enormes desigualdades que hoy atraviesan este mundo nuestro lleno de contradicciones, de posibilidades y de miserias. Es un proceso de aceleración de la interdependencia que nos arrolla con enorme facilidad (piensen en la dependencia de nuestro país a través de la deuda externa o en la movilidad humana de migrantes y refugiados o en la guerra tecnológica que nos envuelve).
Por eso, a la solidaridad, aunque seamos pobres de solemnidad, hay que acercarse no sólo desde el valor del principio social, sino como a una auténtica virtud moral. Tenemos pendiente un gran desafío: transformar las relaciones de interdependencia en relaciones solidarias. La solidaridad no puede ser sólo un sentimiento superficial ante el dolor de tantas personas, cercanas o lejanas. Más bien debe ser iluminado por el bien de todos. Es la única manera de que la solidaridad, lejos de ser una caricatura, se eleve al rango de una virtud social. Coloquémosla en el horizonte de la justicia, del bien común, de la dignidad de la persona, de la humanización del planeta. ¿Podrá salir adelante el Ecuador, el planeta entero, si rompemos el principio de solidaridad, si cada uno, a modo de fuerza centrífuga, tira por su lado?
Hoy, el Ecuador no necesita políticos de media hora, ni siquiera políticos que tengan la legislatura como horizonte en la punta de su nariz; necesita estadistas que sean capaces de soñar un país para los próximos treinta años… Es decir, políticos que ejerzan la solidaridad con visión de futuro.