Si nos atenemos al texto de los Evangelios, Pilatos, el procurador romano de Judea, en el rito de lavarse las manos ante la presión de los fariseos, apeló a la artimaña de improvisar un sui géneris plebiscito para resolver la suerte de los condenados. Le preguntó a la gente a quién debía condenar al tormento y a la muerte, y a quién perdonar. El “pueblo”, convocado por el poder y al influjo de la venenosa mixtura de pasiones, manipulación y morbo, decidió, en un primario y perverso acto de “democracia plebiscitaria”, condenar al inocente y absolver a Barrabás. El ¡crucifícale! de la muchedumbre aún resuena como testimonio de la estupidez de la “democracia del tumulto”.
El episodio, cuya memoria tiene ya más de dos mil años, aparte de sus connotaciones religiosas, constituye una dramática evidencia del pecado original de las democracias plebiscitarias, y de los riesgos de transferir las responsabilidades políticas al cómodo expediente de inducir la conducta el pueblo y de manipular sus decisiones.
La pregunta que surge es si las multitudes -y las multitudes vociferantes-, las masas convocadas bajo la consigna y la propaganda, pueden resolver con serenidad y sin pasión. Si la vida y la muerte, la paz o la guerra, la felicidad o la desgracia, pueden votarse. La pregunta es si las mayorías pueden legitimar lo ilegítimo, hacer del día noche y convertir lo injusto en justo. ¿La suma de votos individuales es capaz de transformar la naturaleza de las cosas?
Las respuestas pasan por la crítica del dogma de las mayorías. Y conducen a pensar que la democracia, entendida únicamente como régimen electoral y no como parte del sistema republicano, puede conspirar contra las libertades, contra la razón y la justicia. El tema plantea dudas de fondo sobre las virtudes de la acción política primaria de las sociedades de masas, y pone en evidencia las consecuencias del influjo de los prejuicios y de las pasiones sobre las decisiones multitudinarias. El asunto plantea, además, los problemas de la responsabilidad de los líderes, de los límites de los sistemas políticos, de la función de los actos de masas y de la propaganda como inductores de la conducta y como instrumento para decidir el destino de naciones y personas.
Uno de los temas fundamentales, y una de las lecciones que ponen de relieve el pasaje de los Evangelios, es la excusa como método, las manos lavadas como estrategia para encubrir las consecuencias y las responsabilidades de las decisiones que se endosan a la masa inorgánica, siempre efervescente y desinformada, siempre dispuesta al aplauso o la condena irracional.
¿Será buena toda decisión popular? ¿Tendrá el “pueblo” siempre la razón”?
Nota: Este artículo toma ideas del libro de Gustavo Zagrebelsky, “La crucifixión y la democracia.”