Normalmente las revoluciones trastocan el orden establecido, dan vuelta a las cosas, lo estremecen todo y, de paso, crean nuevas condiciones, aportan otras perspectivas y ayudan a ver el porvenir con novedosas ópticas. Normalmente las revoluciones arrasan con lo establecido, dejan atrás -bien atrás- al viejo sistema y a las antiguas instituciones y por lo menos dibujan los planos de las arquitecturas del futuro, implican progresos sustanciales y mejoran las condiciones políticas. Así, los ingleses crearon el Estado moderno en su particular revolución de 1688-89, reforzaron los cimientos de su luego célebre imperio, sentaron las bases de la independencia judicial y del control legislativo del poder. Los franceses, a grandes rasgos un siglo después, pusieron en práctica la vieja idea de la adecuada y equilibrada división del poder y el básico concepto de la República contemporánea: todos somos libres, todos somos iguales, todos deberíamos ser solidarios y el poder debe estar sometido a límites.
Casi paralelamente los estadounidenses ingeniaron, gracias también a su propia revolución, la práctica de una Constitución rígida, ordenada y escrita, cuya aplicación debe ser controlada por los jueces y las cortes. En resumen, por lo general las revoluciones de verdad suelen ser el impulso necesario para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos y para mejor proteger nuestros derechos.
Nuestro caso es distinto, lo temo. Nuestra revolución de laboratorio es, más bien, un intento por restaurar lo que se cree es el verdadero espíritu nacional, el Ecuador profundo, la nación escondida, nuestros verdaderos valores y cuestiones de ese talante. Así, es una revolución de engordar al Estado a cualquier precio, de regularlo todo (con o sin necesidad), de acorralar al individuo en pos de corporaciones, colectivos, coordinadora y todo lo que huela o suene a grupal. Se trata, también, de asfixiar cualquier proyecto individual o sospechoso de no concordar con los vientos políticos. Es la revolución del nacionalismo -disfrazado de soberanía- de verse el ombligo, de bloquear cualquier cosa que se mueva y que pueda tener trazas de internacionalismo. Solamente se puede trabar relaciones con quien nos dé la razón y los demás países serán imperios y reinos del mal. Las relaciones internacionales se limitan a las alianzas: el resto del mundo no existe. En pleno tiempo de borrar fronteras y de vertiginosas vanguardias tecnológicas la nuestra es una revolución de mirar solamente hacia adentro, de conjurar cualquier intento externo de influir la política local. También es una revolución de héroes y mitos, de culto a la personalidad, de estatuas, placas, proclamas, himnos y discursos. Es decir, una revolución que mira por el retrovisor, una revolución de reivindicaciones pasadas, que por lo general desentona con el mundo contemporáneo.