La versión dulcificada de este conocido personaje nos muestra un ser bobo influenciado por truhanes que pululan alrededor de los incautos que caen en sus dominios. En ese mundo, el muñeco de alma noble conocerá la estafa, la violencia, el robo y otras pillerías, hasta que en algún momento, cuando está a punto de perderse, un ser iluminado lo devolverá mágicamente al camino del bien.
La historia original, que fue publicada en 1881, es muy distinta. Su autor, el escritor italiano Carlo Collodi, concibió a Pinocho como una marioneta pérfida, mentirosa y tramposa que era capaz de engañar una y otra vez a su padre, ejemplo de bondad, y también a los siniestros personajes que aparecían en ese oscuro mundo de latrocinio y perversión. De hecho, Pinocho padece todo tipo de sufrimientos y castigos por sus malas acciones, y, como resultado de su ira incontenible, mata de un martillazo a su amigo Grillo.
Todos reconocemos a Pinocho como un mentiroso contumaz. Sin duda es esta su característica más evidente, pero la belleza de las obras literarias es que dejan al lector un infinito marco imaginativo alrededor de sus personajes y sus historias.
En mi caso debo confesar que Pinocho me ha resultado siempre tan antipático como intrigante. A partir de la historia original lo imagino de niño, recién barnizado, como un muchacho díscolo que bien pudo haber sido expulsado de algún grupo de exploradores por sus rabietas y mañoserías. Lo veo como un provocador de carácter explosivo que se burlaba de los defectos de los otros niños o que tironeaba el cabello de las niñas.
Ya al entrar en la adolescencia, convertido en una gran marioneta, Pinocho debió sacar sus traumas infantiles, su iras contenidas y sus complejos de inferioridad contra los jóvenes formales del barrio a los que seguramente acusó varias veces de ricachones y explotadores, lo que le hizo merecedor en su momento de una que otra tunda propinada por algún aniñado avezado que lo dejó más afectado que en su niñez.
Devenido en insultador consuetudinario y contestatario furibundo de voz meliflua, a pesar de sus enormes y notorias limitaciones intelectuales, Pinocho hizo gala de su mitomanía para envolver a los demás bravucones del barrio y arrastrarlos junto a él a realizar las más intrincadas fechorías. Para este propósito, por supuesto contó en sus filas con los seguidores más tontos, y así, de ser un mediocre gritón, pasó a convertirse en el gritón más destacado de todos los mediocres de la banda.
El final de su historia, tal como la he imaginado, no tiene ningún hecho feliz. Pinocho se alejó del que había sido como su padre, el viejo Gheppetto, e incluso en algún momento lo acusó y lo injurió públicamente mostrándose ante todos como un malagradecido. El pobre terminó su vida entregado por entero al vicio de la mentira y al juego de la desvergüenza, solo, recluido en el único lugar en el que no tenía todavía enemigos, asediado eso sí por los fantasmas de sus víctimas que nunca le darían tregua.