Muchos lugares o refranes ocultan realidades y, si no fuera por malas costumbres inveteradas, se podrían romper cercos de tolerancia para esconder males, como por ejemplo la corrupción en América Latina. Son efectivos estos adagios que sostienen que la corrupción siempre ha existido, que vive en todas partes y, que cuando el poder es absoluto, la corrupción también lo es. Es como la tortura, la esclavitud o la trata de personas. Siempre han existido y no se puede hacer nada. Falso, sí se puede. Por ejemplo con el azote del terrorismo. Siempre ha existido, pero la guerra contra aquel en la actualidad es implacable. No hacerlo o ser indiferente sería terrible para la humanidad.
Como agravante debe señalarse que en el caso del poder más o menos absoluto, la fuente de tal malignidad se basa en la discrecionalidad política de la administración del Estado, empezando por la ausencia de transparencia judicial y el limitado rol de organismos de control que reaccionan fuera de tiempo, perfeccionado un blindaje de impunidad.
La noticia a escala mundial que investiga las relaciones entre el banco británico HSBC con varias firmas contratistas de Petrobras en Brasil; la decisión unánime de tres jueces argentinos para ratificar la causa contra el vicepresidente de la Nación, Amado Boudou; las extrañas relaciones entre el Gobierno argentino y la República Islámica de Irán encubriendo un monstruoso crimen contra la comunidad judía en Buenos Aires; la sospecha que genera que un rico país como lo es Venezuela, con una de
las mayores reservas de petróleo, mantenga su economía en un desorden absoluto, empezando con la anomalía de tres cambios de bolívares por dólares, permite vaticinar que si la corrupción no es una pandemia como peste puede afectar al continente.
Los términos utilizados por el papa Francisco en el discurso que dirigió a una delegación de la Asociación Internacional de Derecho Penal, meses atrás, son aleccionadores para la sanidad y la moral pública. Denunció que “la escandalosa concentración de la riqueza global es posible a causa de la connivencia de los responsables de la cosa pública con los poderes fuertes. La corrupción es en sí misma un proceso de muerte y un mal más grande que el pecado. Un mal que, más que perdonar, hay que curar”.
Aterrizando en el país es necesario seguir con la misma receta. Olvidarse de los lugares comunes, refranes o sospechas y descubrir las principales fallas estructurales que estableció la Constitución de Montecristi para cerrar o bloquear esos desfiladeros, que impiden que el Ecuador no pueda estar libre de sospechas, evidencias y certezas. No es que nadie esté limpio para no tirar la primera piedra, sino que en lo posible no debe haber tantas piedras -algunos dicen contratos sin licitación- en el camino.