El síndrome de Áyax

A lo largo de la historia, incontables hombres públicos se han sentido injustamente tratados por su pueblo, sobre todo tras los servicios extraordinarios que, según ellos, prestaron. El primero de ellos fue Áyax, el guerrero que combatió heroicamente en Troya y cubrió de gloria al ejército griego. La historia de su desencanto es esta:

En un combate con Héctor, Áyax luchó tan audaz y valientemente que el príncipe troyano, hijo del rey Príamo, le regaló su espada cuando, al caer la noche, ya no pudieron seguir peleando. Era el máximo honor que se le podía dar a un soldado.

Tras la muerte de Aquiles, atacado por una flecha en el talón, Áyax creía que él debía recibir sus armas porque no había un solo guerrero que igualara sus condiciones: Áyax era enorme, tenía gran fuerza física y utilizaba como nadie su escudo para desarrollar maniobras defensivas, cuenta La Ilíada.

Pero Agamenón, el rey que presidía la coalición helena que invadió Troya, decidió que Áyax compitiera con Ulises por las armas de Aquiles. ¿Un concurso de lucha o de tiro al blanco? No. Un concurso de oratoria.

Áyax se sintió burlado. Ulises no era ni la mitad de soldado que él, pero aun así se llevaría los trofeos tan anhelados, solo porque podía hablar con elocuencia.

Como era de esperarse, Ulises ganó el concurso y Áyax planeó su venganza. Se sentía humillado porque se habían desconocido sus proezas en el campo de batalla, ahora que la guerra había terminado.

Así que Áyax tomó la espada de Héctor y se lanzó a matar a cualquier griego que se cruzara por su camino. Con cada mandoble descuajaba músculos y salpicaba sangre. Pero la euforia de Áyax duró poco porque se dio cuenta que en vez de matar griegos estaba sacrificando reses. Había sido engañado por la diosa Atenea.

Arrepentido y avergonzado por su comportamiento, Áyax se quitó la vida al pie de un río, con la espada de Héctor que tanto honor le había dado.

¿Moraleja? La fortuna de los hombres públicos cambia sin cesar e inesperadamente. La popularidad de hoy puede transformarse en el olvido o incluso en la hostilidad de mañana.

La figuras públicas deben entender aquello y deben huir del síndrome de Áyax –deben evitar sentirse agraviados– cuando el pueblo no les da el apoyo ni el reconocimiento que ellos supuestamente requieren. Caer presas de ese tipo de susceptibilidades les podría costar demasiado caro.

Ni siquiera en la Antigüedad se consideraba aceptable que alguien pudiera ofenderse porque sus servicios no hayan sido debidamente reconocidos. Tanto entonces como ahora se espera que el servidor haga su mejor esfuerzo. Y cuando las cosas van mal, no se espera que la figura pública apele a sus glorias pasadas, sino que enmiende la plana sin remilgos.

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