Todos los hombres, anota Tolstoi, aman de cierta manera su trabajo y tienden instintivamente a relacionarse con quienes han elegido la misma ocupación, porque así se sienten fortalecidos, estimulados, mutuamente protegidos. Esto ocurre no solo en el caso de las actividades lícitas sino también en aquellas ocupaciones consideradas indignas, como la prostitución, o abiertamente ilegales, como el robo y el crimen. Las afinidades que ligan a tales personas van transformándose en una especie de teoría que les induce a juntarse, a coincidir en el juicio sobre sí mismos y los demás y a atribuir una especie de calidad o valor a cuanto hacen. Al estar rodeados de personas empleadas en las mismas actividades, instintivamente crean una imagen que se retro alimenta de su repetición y que finalmente resulta elevada a la categoría de norma. Terminan convencidos de que su manera de ver las cosas los cubre, redime y justifica.
Así ocurrió con quienes construyeron, participaron y medraron de la época del correísmo. Se llenaron de orgullo al sentirse actores en una transformación que pretendieron histórica; se vieron protegidos al formar parte de un grupo de poder aparentemente invencible; nunca examinaron la legalidad o eticidad de aquello en lo que participaban con entusiasmo, ni pensaron en que su conducta pudiera ser sometida a una justicia distinta a la de su propiedad. Con el mayor desparpajo y sin rubor alguno, contribuyeron para fortalecer lo que les unía, endiosaron a su líder como al becerro de oro y le ofrecieron adhesión incondicional, no tanto por estar convencidos de sus méritos cuanto porque pretendieron lavar así, anticipadamente, el bochorno de su obsecuencia populista. Se imaginaron estar construyendo un mundo nuevo que, a cambio de protección, exigía obediencia y sumisión, mundo al que la justicia imparcial ha calificado ahora de “institucionalidad criminal” diseñada para el ocultamiento de delitos y su consecuente impunidad.
Grande es la responsabilidad de las masas que así siguieron al líder prepotente, pero mayor la de éste y sus colaboradores cercanos que conocían las mentiras, la hipocresía, la maldad implícitas en el fondo del “proyecto histórico” que concibieron, no para transformar al Ecuador sino para satisfacer sus ambiciones de poder y de riqueza fácil y rápidamente acumulable. Su carencia de moral -su doble moral, dicen algunos- salta a la vista en el juicio elogioso que ahora reservan a la misma Comisión de Derechos Humanos a la que ofendieron groseramente y cuya desaparición programaron.
Ahora se proclaman perseguidos políticos y procuran reorganizarse inspirados en el cinismo sin par de su antiguo jefe, presentándose como víctimas inocentes, mientras las tenazas de la justicia y del desprecio popular les van cercando.
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