1. Miguel Perea, fotorreportero que hizo periodistas a varios de nosotros, me alertó: “No entre, compadre. No lo va a soportar”. Entré. La historia es breve: el marido, sin empleo, había ahorcado a su mujer en un arranque de celos porque era ella quien proveía el sustento; no él. Escondió el cuerpo debajo de la cama. Ella estaba embarazada. Él llamó a la Policía y esperó en la vecindad. En su presencia movieron el cadáver hinchado. Se reventó. Duré casi 10 años sin comer arroz.
2. Su delito: ser homosexual. Un viejo reportero policiaco, corrupto, me tomó la mano y dijo: “Tóquele. Qué chichis”. Los agentes y los periodistas se tomaron fotos manoseando al individuo que se había cambiado de sexo. La cacheteaban, la pateaban. Esas fotos duraron años pegadas en el laboratorio fotográfico del periódico. Después vi cómo los judiciales estatales o los policías municipales hicieron lo mismo con sexoservidoras. Y sepa Dios con cuántos más. Arrastraré esas imágenes el resto de mis días como un mea culpa.
3. La mujer que se amarra con sus hijos y se tira al río Bravo porque no tiene para darles de comer. La horda de tecatos (heroinómanos) que viola a una anciana, enferma mental. Los que perdieron la vida porque quemaron raticida en las cucharas. Los miles de jóvenes sin empleo y sin escuela que se unieron a pandillas .
Viví como reportero policiaco en Ciudad Juárez. Eran los años 80. Aún en medio del luto humano, la gente vivía con los ojos transparentes.
Ese Juárez es que desde entonces pedía un poco de cariño. Educación, cultura, salud, transporte, avenidas, verdaderos policías. Drenaje. Foquitos en las calles y vigilancia para que las chavas no fueran secuestradas, violadas y asesinadas camino a sus trabajos o a sus casas. Pedía banquetas, parques, árboles, bibliotecas.
Juárez pedía algo de dignidad. Pero no. La ‘ayuda’ fueron vehículos artillados, armas. Qué irresponsabilidad. Esas miles y miles de almas muertas perseguirán para siempre a los que cometieron el error. Qué pueblo más miserable somos. Y no tendremos perdón si no le reclamamos a quienes nos llevaron a la cultura del odio en lugar de responder con lo que el país pedía: empleo, dignidad. Poco de cariño. No balazos.
Ah, políticos insensibles. Ah, policías y periodistas corruptos. Sedientos de plata, plomo y notoriedad. A ver, ¿dónde están los estudios que sugerían que Juárez requería una invasión militar? No existen. Los estudios que advertían que Juárez requería atención social sirvieron un carajo.
Hoy, a casi cuatro años de lanzada la guerra y con algo así como 9 000 muertos, mi ciudad está en manos de la delincuencia. A veces me gana la tristeza. No puedo dejar de denunciar la tragedia (prefiero arrancarme los ojos). No puedo. Por lo menos esa factura a mí no me la cobrará la historia: que se la cobre a las hienas.