En la campaña electoral todos perdimos un poco. Al margen de los resultados concretos, y de quiénes hayan obtenido un curul en la Asamblea o pasado a la segunda vuelta (escribo sin saber el resultado y asumo que habrá una segunda vuelta), estos días de campaña nos dejan varias lecciones.
El uso limitado de medios tradicionales para la promoción de candidatos gracias a la incorrecta legislación que establece límites a la campaña y a la información en nombre de una supuesta promoción igualitaria de las candidaturas, permite a los funcionarios del CNE calificar las “piezas comunicacionales” y la circulación de noticias. Asistimos a un control estatal previo sobre los mensajes, provocando un uso tramposo de los medios y un uso mayoritario de otros recursos como las redes sociales y que los candidatos busquen desesperadamente ser “noticia”. No cambió el acceso desigual a los medios, pero los medios públicos, pagados por todos, groseramente violentaron estas reglas igualitarias: promocionaron a candidatos oficialistas y sus actividades proselitistas en espacios privilegiados y casi excluyentes en relación a los otros candidatos.
El propio Presidente Correa y muchos funcionarios, se involucraron en una campaña abierta por sus candidatos, usando los espacios de rendición de cuentas y de información de sus actividades, descalificando de forma reiterada a la oposición y promoviendo desembozadamente a su partido. Todo esto al amparo del silencio -casi cómplice- del CNE, que ha medido la campaña política con raseros diferentes, cuando debió actuar con neutralidad.
El uso de las redes sociales tuvo un rol determinante, permitió la multiplicación de la intervención en el debate y promoción de ideas, opiniones y candidaturas, todos somos productores y receptores de información, trae consigo una serie de problemas vinculados al anonimato y la imposibilidad de verificar lo que allí se difunde. A la larga, la información útil y las denuncias ciertas se perdieron en un mar de datos y noticias distorsionados o abiertamente falsos. La rapidez, en ocasiones la credulidad de los receptores, o la mala fe de muchos, llevó a la ciudadanía a reproducir información falsa que no aportó nada al proceso electoral.
La posverdad fue una estrella de esta campaña: supuestos logros estatales no verificados o contradictorios con los datos disponibles, denuncias increíbles, propuestas electorales absurdas, encuestas falsas atribuidas a entidades de prestigio, etc., configuraron la campaña más sucia de la historia reciente del país. Sumemos a esto el equivocado manejo de las denuncias de corrupción por parte de entidades y funcionarios con un fuerte compromiso político, profundizó la desconfianza en la capacidad regulatoria del derecho y en el rol de las instituciones.
Todos perdimos, ya no solo tenemos que lidiar con propuestas de campaña demagógicas e irreales, estamos enfrentados a un grave deterioro de la institucionalidad, la calidad del debate y la verdad.