Hace cincuenta años, la incredulidad era una moda; hoy parece que se ha revertido la tendencia y cada día es mayor el número de los que creen, si no en eso que los cristianos llaman Dios, al menos en alguno de sus notorios sustitutos: la Energía, el Universo, la Suprema Bondad. Pero si aún existe alguien que no cree, le recomiendo mirar un poco en su contorno: por distraída que sea su mirada, tendrá que comprender que Sartre no se equivocó al decir, en una célebre obra teatral, que “el infierno son los otros”. Y como los otros están siempre revoloteando a nuestro alrededor, chocando contra nosotros en la calle, traspasándonos con sus miradas en los restaurantes, aplastándonos en los autobuses, cruzándose a nuestro paso en los supermercados, atravesándose en el discurso que pronunciábamos en la sala de sesiones…, es evidente, de evidencia absoluta, que estamos en el infierno. Y, claro, si hay infierno, deducimos que debería haber un cielo, pero somos incapaces de imaginarlo.
Lo que es una novedad es que no solo estamos en el infierno, sino que hemos llegado a su penúltimo círculo (y no olvidemos que eso de los círculos fue descubierto por un político florentino del siglo XIII que se llamó Dante Alighieri). No solo que los otros están ahí, siempre rodeándonos, acosándonos, pisoteándonos, sino que están incluso en donde no podemos verles. Hace muchos años, cuando la Alianza Francesa tenía un excelente grupo teatral dirigido por el propio director de la entidad, que era Jacques Thiriot (¿se escribía así?), pudimos ver en el Teatro Sucre una bellísima representación de “La casa del qué dirán”, de José Martínez Queirolo: los personajes vivían en una casa que no tenía la pared del frente, de modo que siempre estaban vigilados por sus vecinos; y sobre el tejado, unas brujas movían los hilos que daban vida a todos los personajes. Pues bien: ahora todos estamos viviendo en casas sin paredes, o con paredes transparentes, de modo que nada en nuestra vida es ya privado: estamos constantemente vigilados por millones de ojos anónimos que nos miran desde todos los rincones del mundo, y no podemos imaginar siquiera en dónde se encuentran las brujas que mueven los hilos que nos dan vida. ¿Podrá alguien dudar todavía de la existencia del infierno?
“Perded toda esperanza al traspasarme” –decía la última línea de la inscripción que vio Dante en la puerta del infierno. Tampoco a nosotros nos queda ya ninguna esperanza. Sabemos que todos los datos que se refieren a nuestra persona y nuestra vida, todos, desde el nombre que nos dieron nuestros padres y el número que nos asigna el Estado, hasta la fecha, extensión y contenido de nuestro último correo, sin que falte ninguno de los que ya me resisto a enumerar. Todos. La pesadilla de Orwell. El infierno de Sartre. Los espantosos círculos de Dante. Las brujas de Martínez Queirolo. Si hubo un Dios que creó el mundo, los humanos se encargaron de convertirlo en un infierno.
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