El abaratamiento de la política ha reducido la complejidad de los problemas nacionales a ‘soluciones’ que, de no poner en juego la vida, serían nada más que una expresión de mal gusto. Una de esas propuestas, que la campaña electoral ha puesto sobre la mesa, es la pena de muerte.
Mientras un candidato presidencial asegura, sin sonrojarse, ‘en mi gobierno ningún policía tendrá miedo de levantar su arma y darle bala a quien ponga en riesgo la vida de un ciudadano’; otra aspirante a la vicepresidencia propuso la pena de muerte para los jueces corruptos, para corregirse luego, y dejarla en cadena perpetua.
Aunque no es nuevo, resulta lamentable que los candidatos a dirigir el país desconozcan no solo las normas internacionales, a las que el Ecuador suscribe, sobre las limitaciones que una pena extrema de este tipo conlleva, sino que también ignoren los debates que llevaron al país a abandonar esa práctica.
De acuerdo al estudio de la historiadora Ana María Goetschel, la pena de muerte, como forma extrema de castigo y como expresión del ejercicio del poder soberano fue aplicada en lo que hoy es Ecuador desde la época colonial. Los debates sobre su aplicación se mantuvieron durante todo el siglo XIX, hasta que el gobierno de la revolución Liberal la abolió tanto para delitos comunes como políticos, aunque se conservó para los militares. Su derogación absoluta fue decretada por la Constitución de 1906.
Pero la lección más importante de la historia respecto a la sanción de los delitos, es que no se trata ‘solo’ de un tema jurídico, sino que estas propuestas se producen cuando el poder del Estado es cuestionado por otras fuerzas que le disputan el control sobre la sociedad.
No estaría nada mal, entonces, exigir a los políticos que, más allá de sus excentricidades, tengan la capacidad de proponer el camino hacia una vida digna, propósito vital de la república, dado que somos nosotros los que pagamos sus campañas y a quienes gobernarán, en caso de ganar las elecciones.