En meses pasados, me referí a la violencia que, como nunca antes, azota al país. Recordé que las causas de tan deplorable situación son múltiples y complejas, pero mencioné a la falta de una administración de justicia confiable y a su consecuencia, el predominio escandaloso de la impunidad.
La crisis de la justicia no es de ahora, viene desde hace muchos años y se ha manifestado en diversas formas: favoritismo en las decisiones, subordinación a los poderes reinantes, interminables retrasos, corrupción. Tanques militares han intervenido en las Cortes, decisiones legislativas han dejado cesantes a los jueces, reestructuraciones arbitrarias han consagrado períodos de transición que nunca terminan. En el campo de la legislación, con beatíficas intenciones se ha reducido la pena incluso para los delitos más aberrantes. Se ha puesto en libertad, por razones procesales, a miles de delincuentes. Como resultado, nadie o muy pocos creen en la justicia. Tenemos muchos jueces probos y doctos, pero su labor queda sumergida en la general deficiencia del poder Judicial.
Añádese a esto el problema causado por los corazones ardientes de Montecristi en donde, al mismo tiempo que se reconoció la necesidad de eliminar los tribunales especiales, se abrieron las puertas a una justicia paralela sin límites ni procedimientos.
Tardíamente reaccionó el Ejecutivo, cuando se produjeron vergonzosos episodios propios del oscurantismo.
Ante la violencia desatada y la ineficacia para controlarla, algunas personas han sugerido restablecer la pena de muerte, eliminada en el Ecuador en 1897. En la esfera mundial hay criterios divergentes a este respecto, pero cada vez es mayor el número de países que, por razones filosóficas, jurídicas y éticas trabajan para abolir la pena de muerte, castigo total y definitivo que no admite enmienda y que carece de la eficacia ejemplarizadora que pretenden sus defensores. En la ONU predomina el criterio de que el progreso en la protección y promoción de los derechos humanos implica la abolición de la pena de muerte, objetivo con el que se han suscrito tratados que obligan a más de las dos terceras partes de los estados miembros, entre ellos al Ecuador.
La sugerencia de que se restablezca tan inhumano y degradante castigo obedece, en buena medida, a la frustración de la ciudadanía porque en el país campea la impunidad. Si no se ha podido eliminar al delito -piensan algunos- hay que eliminar al delincuente. Los poderes públicos deben reflexionar porque son muchos los síntomas de que, al menospreciar el respeto a la vida, estamos abriendo las puertas a la violencia. Restablecer la paz y la concordia social después de haberlas perdido puede resultar difícil y exigir enormes sacrificios, como nos lo demuestra la historia de otros países de nuestra región.