‘¿Quieres un Botero en casa?’. ‘No: no quiero un Botero en casa’, respondo a la publicidad agobiante de la red. La vimos a la entrada del Museo Olímpico de Lausane, hacia 1996. ‘La pelota’ era el título de una gran escultura de Botero, una gorda hermosa de mármol negro que, recostada de lado, sostenía entre los dedos con gracia incomparable una pelota pequeña, maciza y brillante, como nacida de su mano. Lo primero que se nos ocurrió al verla fue que Botero apellidaba ‘La pelota’ a la mujer entera, cuyo volumen de elegante gracia habría justificado ampliamente la metáfora: ella era la pelota ante la entrada del bello Museo, aunque, al descubrir la esfera, asumimos que la pelota pequeña, que brillaba en la mano rolliza ansiando ser lanzada, daba nombre, sin alegoría, a la bella escultura.
Hasta aquí, Botero nos encantaba. Primero, sus pinturas, que con humor y melancolía brindaban al mundo sus apoteosis físicas sin mejillas que cayeran ni papadas que se descolgaran ni senos adiposos ni nalgas vergonzantes, contra tanta advertencia catastrófica, salutífera y estética para prevenir excesos. Hombros y brazos repletos, antebrazos y manos dulcemente curvados sobre sí mismos, sin que cupiera desproporción ni duda en el espacio de tanta esplendidez corpórea.
¡Botero había encontrado su forma! Vinieron sus esculturas, ya no solo de hombres y mujeres en todos los oficios y posturas imaginables, sino de animales: gatos, toros, caballos, aves llenaron museos, parques, calles, plazas y plazoletas desde la Patagonia a Groenlandia; atravesaron el Atlántico e invadieron Europa. De Europa a Asia rehicieron la ruta de la seda: ¡las delgadísimas China e India; la dulce y desgraciada Siria; la antigua Persia que hoy sufre los embates de Trump, y cuantos espacios pudieran aspirar a ser colmados con dichas esplendideces se llenaron de Boteros y Boteras!: mascotas dulcemente redondas: perros, frutos, espacios, tiempos, miradas, deseos. La fiebre boteril se adueñó del universo mundo: toreros y toros, cada cual en su faena. Escenas familiares, madres, padres e hijos dulces, en oronda unidad. Bailes y circos…, y algo que jamás habríamos imaginado, un Viacrucis con el Cristo obeso del descendimiento en brazos de su madre, la Virgen obesa; obesas, María Magdalena y las santas mujeres, cireneos y sacerdotes, varones santos y no santos, todos ingentes en densidad y volumen. Todo crece en Botero, hasta sus actuales ochenta y siete inagotables años.
Ahora, cada vez que abro la prensa en Internet, se me lanza una gorda pequeña y numerada, asequible en precio y tamaño, o uno de sus gatos o sandías que venden los anticuarios y repetidores para decoración de salas rimbombantes. ¿Hasta cuándo fructificará el estilo hinchado boteril?
Pero la gracia, de tan repetida se gasta, como se gasta la escritura de los nobel cuando los editores insisten en que escriban y sus lectores, en comprarlos. La invención, ya sin jugo, es ingrata, satura y atiborra.