Por mucho tiempo me ha intrigado la aparición del “fenómeno teflón” en la política latinoamericana. A diferencia de otras épocas, la dudosa catadura moral de ciertos gobernantes y funcionarios ha dejado de representar un elemento de valoración ciudadana a la hora de votarlos o respaldarlos. El continente está plagado de figuras cuyo éxito político guarda poca o nula relación con sus virtudes éticas y la integridad de su gestión pública. El caso más patético es, quizá, la Argentina de los Kirchner. No hay día en que la prensa no señale con detalles y evidencias los escándalos de corrupción que involucran al Régimen y a sus responsables. Cifras, registros y testimonios dan cuenta del progresivo enriquecimiento de la familia presidencial y hasta de sus extravagancias. Hace pocas semanas y en medio de la campaña presidencial argentina, los rotativos neoyorquinos y argentinos publicaron la estrambótica compra de 100 000 dólares en zapatos realizada por la presidenta Kirchner durante su visita a la ONU. Irónicamente, la información no produjo eco en la opinión pública argentina que sigue respaldando masivamente la candidatura de su Presidenta para los próximos comicios. En Venezuela y Nicaragua los abusos y escándalos de corrupción gubernamental son moneda corriente mientras sus presidentes conservan altas cotas de popularidad. ¿Qué diablos pasa en América Latina?
Los continuos desencantos de la población frente al fracaso de ciertos líderes políticos y la actitud asumida por numerosos medios de comunicación para presentar la política como una actividad sórdida, amplificando escándalos y soslayando logros, han provocado un peligroso sentimiento de cinismo y apatía de los ciudadanos hacia las instituciones democráticas y la vida pública. Las nuevas generaciones, llamadas a tomar la posta en la defensa de la democracia y la libertad, miran la política con desprecio y se resisten ferozmente a participar de la vida pública. En todo esto existen, sin duda, aspectos de orden cultural. La dinámica posmoderna, con sus infinitas redes de comunicación y entrelazamiento social, han convertido a la frivolidad y al entretenimiento en elementos centrales de nuestra cultura. La política se ha constituido en una faceta más del espectáculo cotidiano y pocos la conceptúan como una actividad sustantiva. Esta actitud generalizada ha minado el capital social, entendido como el conjunto de relaciones e instituciones que construyen la cohesión social como elemento indispensable del desarrollo y progreso de las naciones, y ha generado la peligrosa creencia de que podemos exigir derechos sin asumir una responsabilidad directa en la participación cívica.
Es lamentable constatar la indolencia y pasividad de la población ecuatoriana frente a un proceso político que arrebata, progresivamente, nuestra libertad.