Una de las preguntas de la consulta busca poner fin a la reelección indefinida aprobada mañosamente por los asambleístas del oficialismo mediante un paquetazo de “enmiendas” a la Constitución de Montecristi. Esta dispone que el presidente de la República ejerza sus funciones por cuatro años y pueda ser reelegido por una sola vez. Por las particularidades de la experiencia nacional, lo ideal sería que la reelección no fuera consecutiva; sin embargo, la formulación original de esa Constitución, a la que se quiere volver, preserva la alternabilidad, principio esencial en una democracia. En un régimen presidencialista, la reelección indefinida no solo es fatal para aquella, sino un grave peligro para la salud mental de los políticos.
Una crónica reciente en un diario estadounidense sorprende con este titular: “El poder causa daños cerebrales”. Lo que sigue y más puede leerlo en The Atlantic Daily. El periodista refiere que Dacher Kerner, profesor de psicología de la Universidad de Berkeley, tras experimentos de laboratorio y estudios de casos, concluyó que, bajo la influencia del poder, los sujetos actuaron como si hubieran sufrido una lesión cerebral traumática y se convirtieron en más impulsivos, menos conscientes del riesgo y, sobre todo con menor capacidad para ponerse en los zapatos de los demás.
Sukhvinder Obhi, un neurocientífico de otra universidad, describió algo análogo, pero no al estudiar el comportamiento, sino el cerebro: puso las cabezas de poderosos y no poderosos dentro de una máquina de estimulación magnética transcraneal y encontró que el poder dañaba un proceso neuronal específico, piedra angular de la empatía. Esto sería el fundamento neurológico de la paradoja del poder observada por Keltner: una vez que un individuo tiene el poder pierde las capacidades que necesitaba para ganarlo.
Las conclusiones de esos científicos coinciden con aquello que el médico y exministro británico David Owen describió como el “síndrome de hybris” en su libro “En el poder y en la enfermedad”. La embriaguez del poder es un género de locura; su adicción se ha comparado con la de la más poderosa droga. Owen señala al menos 14 síntomas del síndrome. El riesgo es tanto mayor cuanto más es el tiempo durante el cual se ejerce el poder. Tres o cuatro síntomas son suficientes para un diagnóstico. Resumo algunos: inclinación narcisista, preocupación desproporcionada por la imagen, forma mesiánica de hablar y tendencia hacia la exaltación, identificación de sí mismo con el Estado, inclinación a hablar en tercera persona o con el mayestático nosotros, exceso de confianza en su propio juicio y desprecio por las críticas ajenas, impulsividad, pérdida de contacto con la realidad… ¿No bastan y sobran para diagnosticar a quien tuitea ahora desde su ático de Bruselas?