La historia de la humanidad es la historia de la búsqueda de la paz, el equilibrio, la prosperidad por dos vías totalmente diferentes. La primera, por la vía de las armas, donde la violencia contra poblaciones enteras -incluyendo mujeres, niños y ancianos- y recursos que finalmente terminaban en la dominación y sometimiento del vencido.
La segunda, la vía de la paz (incluyendo tratados y acuerdos no escritos) que evitaban derramar sangre inocente. Sobra decir que la historia vio con condescendencia y desidia ésta última mientras resaltaba el carácter épico y constitutivo de la primera. Esta visión de la historia está plasmada en la escritura tanto en la historia del Heródoto como en la visionaria reflexión de Tucídides sobre la Guerra del Peloponeso. Los justos que buscan la paz son unos cándidos inocentes que terminan arrasados en manos de quien tiene superioridad bélica.
Terminar al enemigo, no extenderle la mano, justamente la tesis de Álvaro Uribe y sus acólitos que 2 500 años después siguió ganando hasta en las urnas y en pleno siglo XXI para no cerrar la herida de 52 años de guerra con las FARC.
Pero las guerras más importantes del último siglo se ganaron perdiendo. Mahatma Gandhi ganó esa guerra sacrificándose él mismo por su pueblo; Martin Luther King Jr. hizo más por los derechos civiles respondiendo opresión con un no-violencia y resistencia y Nelson Mandela logró desterrar el apartheid con perdón, no con tanques ni pelotones de fusilamiento.
En síntesis, humanizaron la victoria; enaltecieron la derrota. Colombia estaba justamente en ese camino hasta el domingo pasado. A pesar de los miles de muertos que habían corrido en estas décadas enteras de conflicto, se estaba dando la posibilidad de extender la mano y perdonar con un acuerdo imperfecto, ofrecía la posibilidad de una paz duradera. Santos ocupó casi todos los años de su gobierno, su capital político interno y externo para lograrlo sabiendo que sólo un logro así podía pasarlo a la historia como un agente positivo de cambio, un verdadero Premio Nobel de la Paz.
Y creo que su apuesta fue la correcta. Se lo merece, así como se lo merecen todas las organizaciones y personas que pusieron todo por la paz, incluso sus resentimientos y pérdidas personales en esa guerra interminable. No los miles de colombianos que, por las razones que sean, se quedaron en sus casas esperando que otros decidan por ellos el destino –pacífico esta vez- de Colombia. Ojalá que el Nobel los impulse a seguir adelante por el camino de la paz y corregir errores cometidos en el proceso.
Ojalá que el Nobel sacuda a los colombianos que se quedaron en sus casas y dieron la espalda a la mejor oportunidad para terminar con la guerra que siempre fue peor para los más pobres, para las mujeres del campo que eran violadas por guerrilleros, paramilitares o militares; para miles de niños que eran obligados a combatir para alguno de los contendores, cuando no para el Ejército.