Echar la culpa al otro es muy común, especialmente en las personas con escasa madurez emocional e intelectual, que no entienden que errar es humano. Que no saben que se mejora asumiendo y entendiendo los fracasos.
Pues, no. Para el inmaduro, si es ególatra y centro del mundo, el error es nefasto: “Yo hice todo bien. Tú eres culpable y también el vecino, y el de más allá… Todos tienen defectos, menos yo. Yo soy perfecto. Poseo la verdad. Los demás son tontos, malos y mediocres”.
Cargar la responsabilidad en el otro, también tiene raíces históricas. En la Colonia, la mayor parte de la población fue tratada como inferior. No podía pensar y había que protegerla. Allí una de las fuentes del paternalismo.
El resultado es que hasta hoy tenemos mentes colonizadas. Somos dogmáticos, inseguros y nos es difícil crear pensamiento propio. Si somos intelectuales, nos aprendemos de memoria las frases de autores famosos, para aparecer inteligentes, en cualquier reunión con otros “inteligentes”. Tenemos escasa capacidad crítica, y casi nula autocrítica.
No obstante, en política, echar la culpa a los demás es una vieja y mañosa práctica para sostenerse en el poder creando cortinas de humo que impiden ver la realidad a los gobernados. Muchos líderes latinoamericanos nunca tienen errores. Sus gobiernos se descalabran, pero se justifican inculpando a la prensa, al comercio internacional, a la conspiración de las derechas y, lo más trillado, al imperialismo. Ciertamente que algunas de esas causas podrían explicar algo de la crisis, pero parte. Con las cortinas se invisibiliza su gestión.
A estas alturas, es dramático escuchar a connotados líderes y lideresas del populismo de izquierdas del siglo XXI, como los de Brasil o Bolivia, protagonistas en estos días, denunciando conspiraciones continentales, desestabilización de la democracia, conjura del imperialismo, justo cuando sus trapos sucios están siendo sacados al sol. Y su ineficiencia, corrupción y derroche comienzan a ser percibidos por la población, que no es tonta ni manipulada, como lo manifiestan entre líneas, sueltos de lengua, los acorralados populistas.
Si es impresentable el discurso de estos dirigentes, es trágico escuchar las justificaciones de sus seguidores, sobre todo de los más informados, de los “intelectuales”. No hay más ciego que el que no quiere ver, dice la sabiduría popular. ¿Pero por qué no quieren ver? Hay cegueras por inmadurez intelectual y emocional; hay dogmatismo e incapacidad crítica y autocrítica; hay pragmatismo: “el fin justifica los medios”; pero también hay cegueras por intereses: consultorías, altos empleos, becas, contratos y poder.
Pero, hoy los populistas ya no pueden hablar tan duro contra el imperio, cuando el hermano mayor, Cuba, vive un romance con el Tío Sam. ¡Patético!
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