Telémaco buscará siempre a Odiseo; Edipo no dejará de indagar su sibilino ancestro; el Hijo Pródigo no descansará hasta recuperar el abrazo del padre; Juan Preciado atravesará Comala indagando el paradero de Pedro Páramo. La búsqueda del padre resulta ser un arquetipo generalmente trágico; el símbolo de la exploración del propio Yo; la indagación acerca del origen; la eterna pregunta sobre la identidad: ¿Quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿cuáles son mis raíces?
Asunto recurrente en el mito es la búsqueda del progenitor; personaje brumoso que, por algún evento aciago, se alejó del hogar. Es una búsqueda del hijo; indagación impulsada por la nostalgia del que se siente desheredado de un ancestro que, por sangre o tradición, le corresponde. Es una historia que resurge en relatos antiguos y modernos de culturas muy diversas; historia que muta sin dejar de ser la misma: solo cambian los nombres y los ámbitos en los que se mueven los personajes.
Desde los sosegados días coloniales hasta los intranquilos de hoy dos rasgos han particularizado a esta sociedad: el enmascaramiento y la orfandad. De lo segundo me ocuparé ahora.
A partir de lo íntimo del Yo, desde el cerco del super-Yo que teje la indeliberada trama de la conducta cotidiana, el ecuatoriano no es aquel que “empieza en sí mismo” ni “el hijo de la nada”, como decía Octavio Paz del mexicano; su situación resulta ser más dramática: es alguien a quien agobia un sentimiento de orfandad, el expósito al que se le niega un lugar en la casa paterna.
La sensación de desamparo era general en la sociedad colonial. El indio, el mestizo y el criollo vivían, cada uno una profunda orfandad, lo que hacía que todos se sintieran ilegítimos. Luego de la muerte de Atahualpa y ante el derrumbamiento del panteón aborigen, el indio debió sentirse un ser sin asidero alguno, ni divino ni humano, huérfano total. El criollo también alimentaba un sentimiento de orfandad al constatar que la “madre patria” no le trataba con la deferencia que él esperaba. La lucha de los criollos por reivindicar su españolismo no es sino un capítulo en ese laberíntico proceso de nuestra búsqueda de identidad. Sin embargo, el personaje en quien más se acendró un sentimiento de orfandad fue el mestizo, el huairapamushca por esencia, evidencia de la culpa y la afrenta.
La orfandad del mestizo era ausencia de padre; el progenitor era ignoto o lejano. En este abandono crece la imagen de la madre. La relación con la madre es muy fuerte; se sustenta en una cadena de abnegaciones, silencios, lágrimas furtivas, rencor vago. En esta soledad, el sentimiento de orfandad crece como un gran vacío, germina la cultura del lamento. Es en el pasillo, música esencialmente mestiza, donde confesamos todas nuestras tragedias, traiciones, inconstancias y blasfemias; en síntesis, nuestra orfandad irredenta.