Muchos aspirantes a políticos y algunos periodistas -mujeres y hombres- han optado por el condenable uso de palabras vulgares para dar énfasis a sus criterios. ¡Pésimo ejemplo!
No debemos ser pacatos o mojigatos y sentirnos ofendidos por el excepcional empleo de palabras duras, pero la tosquedad en el uso del idioma revela vulgaridad o pobreza intelectual. Denota lo que se describe como una “mala educación”.
Hay ocasiones en que un vocablo osado puede adquirir valor histórico, por ejemplo cuando el General francés Cambronne conminado por los ingleses a rendirse, dijo: “mi ejército muere pero no se rinde” y respondió al mensaje de su enemigo con una sola célebre palabra, fácilmente traducible al español: ¡Merde! Pero de allí al uso diario de interjecciones y juramentos groseros y vulgares hay una distancia que no es respetada por quienes, so pretexto de “franqueza y frontalidad”, se exceden en el uso del ají verbal para sazonar sus juicios. Las redes sociales publican cada vez más frecuentemente irrepetibles ofensas e insultos que se difunden y contagian como un virus.
Si bien en esta, como en toda materia, la tolerancia es de rigor, no cabe la indiferencia cuando va tomando cuerpo una costumbre rayana en patanería. No se justifica el uso de palabras gruesas y vulgares ni aún cuando son producto de justa indignación; ni es buena razón aducir que están incluidas en el Diccionario de la Lengua.
Para ser enérgico no es necesario ser vulgar. La grosería no habla de firmeza conceptual sino de ineptitud para usar los maravillosos e infinitos recursos de expresión propios del idioma. Que no se diga que notables escritores usaron un lenguaje urticante, ni se arguya que nuestro inimitable Montalvo fue experto en el insulto. De los grandes hombres hay que imitar sus virtudes y no citarlos para justificar los defectos propios.
Los políticos se equivocan cuando, pretendiendo que hay que usar el lenguaje del pueblo para ganar adeptos, se desatan en vulgaridades y groserías. Una cosa es el habla coloquial ingenua y espontánea que enriquece al idioma en constante evolución y otra, muy distinta, el lenguaje populista orientado a ofender, engañar y socapar lo incorrecto. El pueblo debe rechazar tan peyorativa asignación de defectos que no son suyos.
La buena educación es meritoria en mujeres y hombres, como es condenable la patanería. Cualquier ¡ajo! denota falta de auto control y no le hace favor a quien lo pronuncia. En labios de una mujer suena grotesco.
No debemos contagiarnos del lenguaje de los Chávez, Maduros y Correas. Rechacemos toda limitación a la libertad de expresar pensamientos y sentimientos con los miles de sustantivos y adjetivos de nuestra hermosa lengua, pero hagámoslo sin patanería ni pacatería. ¡Hagámoslo con dignidad!