En La divina mímesis, 1976, libro de Pier Paolo Pasolini (Italia, 1922-1975), leo este epígrafe: “Doy a la imprenta hoy estas páginas como un ‘documento’, pero también para fastidiar a mis ‘enemigos’: en efecto, ofreciéndoles una razón más para despreciarme, les ofrezco una razón más para irse al Infierno”. En la portada, su inconfundible rostro atribulado y esquivo, rasgado por un brochazo que simula un rayo. Mímesis: metamorfosis de algunos fieles cuando sienten que se apoderan de ellos seres de otros tiempos; encarnación de espíritus, en general execrables. “Pasolini creía ser poseso de seres mitológicos”, dice Elsa Morante.
Vida y obra de Pasolini se despliegan bajo el doble arco del dolor y la búsqueda, las dos tensionadas al extremo por la pasión, fundamento de su estructura humana. Múltiple y único, cineasta, novelista, pensador, dramaturgo, actor, periodista, político, fanático del fútbol… y sobre todo, poeta; su cine, que es la expresión más acabada de su aciaga existencia, es poesía; su literatura, su vida y su obra son poesía. El círculo dantesco de su vida exhala un halo de poesía trágica. Su supuesto asesino esperó más de 30 años para declarar que no fue él quien cometió el crimen, sino tres jóvenes al grito de consignas políticas.
“Dios, qué significa ese sudario silencioso/ que ondula sobre el horizonte”
No es difícil imaginar a Pasolini hundiendo sus raíces en el viento, desgarrando su carne atormentada y fundiéndose en escombros. Contradictor del poder, pasó del catolicismo al marxismo; excomulgado por Roma y expulsado del Partido Comunista, proclamó su homosexualidad en una sociedad atiborrada de prejuicios, nombrando el nombre de su amor y su deseo; siempre soñó caminar entre árboles y flores durante su vida y su muerte, pero este sueño fue el más irreal. Su vida, cine y escritura están poblados de desiertos, yermos que solo muestran abyecciones, ignominias, despojos.
Fue en el malecón de Ostia donde lo mataron a palos. En un circuito lleno de desechos y basurales malolientes. Y en su vida, sus logros tuvieron siempre poderosos contradictores de izquierdas y derechas: “Todo el séquito que lo acompañaba, dice Benjamín Prado, vivía explotándolo o eran oscuros enemigos suyos”.
Accattone, 1961, su ópera prima. Historia del tugurio humano de la ciudad. Raterillos, vagamundos, proxenetas y prostitutas desbordan el filme. Una niebla repulsiva circula por ambientes y personajes. ¿Puede hallarse una señal de salvación ante panorama tan desolador? Ateo confeso, accede en este y otros filmes a lo espiritual como medio redentor.
Mamma Roma, 1962. Una prostituta jubilada es la protagonista. Exhausta, vencida y vacía, encarnación de Roma de la posguerra, vive asida a la precaria felicidad de su hijo recién recuperado. Su departamento le sirve de atalaya para mirar un futuro promisorio cubierto de fuegos fatuos. El adolescente deambula por la barriada aprendiendo, en simbiosis siniestra, las lecciones del amor y el vagabundeo, preludio de la muerte.
La materia con que se edifica la filmografía de Pasolini es el desierto. Sobre él pululan zonas habitadas por la escoria de la ciudad. Aridez como circunstancia histórica y existencial de lo originario. Personajes funambulescos titubeando sobre la cuerda de la memoria perdida. El desierto de Pasolini: agreste, hostil, vacío.
Pablo Corro ve raíces ontológicas en el desierto pasoliniano. Su sentido religioso, evangélico, histórico y literario a la vez, se muestra en El Evangelio según San Mateo. Pasolini rompe con su ateísmo militante, no obstante, recrea el suceso bíblico desde una lectura marxista. En 2015 el Observador Romano lo declaró el mejor filme sobre la historia de Jesucristo.
Poeta de la palabra. Y palabra en el tiempo. Poeta contra el poder; del pasado no vivido, del amor, del erotismo y de la sexualidad; de la vida y de la muerte. Luego de filmes magistrales como su trilogía erótica, Las mil y una noches, El Decamerón y Los cuentos de Canterbury; después de Teorema y Edipo Rey, muestras de mórbido erotismo y cáustica diatriba contra el sistema, filma Saló o los 120 días de Sodoma, película que no pudo ver porque le sobrevino la muerte.
Los 120 días de Sodoma de Sade es una invectiva contra la humanidad, pero también una velada intención de remover sus malsanas raíces y disipar sus iniquidades. Pasolini usó como argamasa la obra de Sade, fundiéndola con su contumaz aversión contra el fascismo. ¿Una perversión o una película que debe constar en la más exigente antología de la historia del cine? Quienes la resistan tienen la respuesta.
“Poco tiempo me queda: por culpa de la muerte/ que me viene al encuentro en mi marchita juventud./ Más por culpa también de nuestro mundo humano/ que le quita el pan a los hombres y a los poetas la paz”.