Entre lluvias, escándalos, penurias y tragedias, van pasando los días y me dejan en la boca un gusto amargo y en la memoria una impresión de déjà vu.
Lo que un día pareció ser el comienzo de lo nuevo se ha ido revelando en forma cotidiana como si no hubiera hecho más que confirmar el cruel cumplimiento del retorno permanente de lo mismo.
Entonces recuerdo un episodio lejano de la historia: Mademoiselle Bertin, camarera de María Antonieta que acompañó a la reina destronada durante su penosa espera de la guillotina en la prisión del Temple, sin haber tenido nunca pretensiones intelectuales, dijo un día una sentencia inolvidable: “Nada hay nuevo, señora, salvo lo olvidado”.
Lo que un día pareció ser el comienzo de lo nuevo acaso no haya sido entonces más que la reaparición de lo viejo que yacía en el olvido.
Me sacudo de estos pensamientos y me pregunto si esto es la vejez. Me digo que sí, que también esto es la vejez, pero no quiero confundirla con la resignación.
El eterno retorno es un “mito demencial”, según palabras que Kundera estampó en uno de los textos imprescindibles del siglo XX: “Si la Revolución Francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre. […] Hay una diferencia infinita -agrega- entre el Robespierre que apareció solo una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a cortar la cabeza a los franceses”.
No: la historia nunca se repite, pero hay tendencias humanas a reincidir en los tropiezos de otros tiempos. Robespierre no regresa, pero tiene emuladores. Precisamente esa es la razón que explica la necesidad de refrescar siempre la historia para poder encarar el porvenir: no hay deseo de futuro sin memoria del pasado. La historia, en rigor, es una ciencia del presente que prepara lo que habrá de llegar.
Entonces no hay ánimo que pueda permanecer decaído. La vejez me permite recordar los tiempos pasados que apenas llegan a exceder el medio siglo; pero la historia es capaz de llevarme aun más lejos. Por eso tengo fe en la inagotable capacidad del ser humano para reinventarse a sí mismo; por eso tengo fe en la aparición de una izquierda verdaderamente nueva que haga frente a esas reincidencias de estos tiempos que todavía nos mantienen atados a la vieja costumbre de usar abalorios para engatusar a los ingenuos; por eso tengo fe en la posibilidad de lo verdaderamente nuevo.
“No hay mal que dure cien años -dice un viejo refrán- ni cuerpo que lo resista”. Me gustaría cambiar la palabra “cuerpo” para poner en su lugar la palabra “sociedad”. Tengo fe, por lo tanto, en el Ecuador que debemos empezar a vislumbrar en el horizonte; en la organización de un mundo que domine la violencia y reasegure la libertad; en los niños del futuro que podrán recibir su alimento cotidiano para el cuerpo, la inteligencia y el espíritu.
Las lluvias siempre volverán, como volverán las tragedias que son y serán siempre inevitables, pero una nueva conciencia sabrá darles la cara sin temor. Y sé que no estoy equivocado.
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