Conocí a Edgar Freire Rubio en la Librería Cima. Es algo más de medio siglo que disfruto de su amistad, sobre todo cuando la difícil tarea de cambiar las exiguas mesadas colegiales por la mayor cantidad de libros enjundiosos, lo que no solo desafiaba a la rígida regla de tres del negocio, sino que con frecuencia se volvía imposible de satisfacer a plenitud.
Pero era entonces cuando intervenía la amable asesoría de Edgar, siempre alerta, discreta y erudita, como que lograba alcanzar verdaderos prodigios, ayudados mediante uno que otro descuento y el recuerdo también de las acrobacias promocionales, que brotaban a uno u otro momento del año mercantil correspondiente.
Esta es la una pasión de Edgar, la del oficio de librero, mientras que la otra, es la de Quito y la quiteñidad entendida en el más amplio de los sentidos. Y esa conjunción ha sido fecunda, como se demuestra a través de los numerosos títulos que han aparecido.
Los volúmenes más recientes acaban de aparecer: se llaman ‘El derecho y el revés de la memoria’. ‘Quito tradicional y legendario’. Hoy la Editorial Jurídica nos los ofrece en un formato digno “y más asequible para los muchos lectores que han venido mostrando su interés por conocerlos”.
Por cierto, el primer tomo va encabezado de un estudio introductorio absolutamente excepcional, debido a María del Carmen Fernández Delgado, hasta el punto que si no sonara excesivamente a paradoja, me atrevería a decir que sus únicos defectos son la cantidad de los datos en torno de Freire Rubio y la erudición al momento de ejecutar el análisis técnico-literario de los textos. “Nos hallamos pues, ante otro brillante itinerario para seguir descubriendo, desde múltiples flancos, una ciudad inagotable, un organismo vivo que hoy, en los tiempos de las conquistas tecnológicas y globalizadoras que son también de la inseguridad, la angustia, la emigración y en muchos –demasiados casos– los de la desesperanza, necesita reconocerse en una identidad, en una forma de ser y de estar. En una cultura que indisociable del ejercicio de la memoria, le permita erguirse y buscar una salida al laberinto”, sintetiza. Agrega que “en esas idas y venidas, en sus largos paseos sabatinos por el centro de la ciudad, Edgar sigue fijándose con atención en sus paisajes, en los edificios y en los rostros; andares y decires de sus gentes. Lector contumaz, se informa con avidez de cuanto sucede a su alrededor; observador paciente, sabe mirar a los ojos de las personas y escuchar sus palabras”.
Pero no se rinde: “Y este Quito que el caminante ve y oye, que disfruta y padece; este Quito que másallá del deslumbramiento de los centros comerciales sumerge a la mayoría de sus habitantes en la humillación y la atonía, no ha hundido al librero en la resignación… para reivindicar una dignidad quese ha ido desmoronando ante la creciente pobreza de muchos…”