La constitución primaria del hecho político es el mundo de la pasionalidad. Desde Platón hasta Hobbes, y desde Weber a Luhmann, la política siempre ha tenido que ver con la transformación desde formas pasionales de adscripción al hecho político a formas racionales de construcción decisional. En su célebre conferencia La política como profesión, dictada en Múnich el 28 de enero de 1919, el sociólogo alemán Max Weber ubica a la pasión, junto a la responsabilidad y a la visión estratégica, como tres tipos de ideales, o referentes analíticos que pueden orientar la comprensión de los fenómenos políticos.
En esta magistral elaboración, Weber exigía que el liderazgo se conduzca desde formas pasionales a formas racionales de construcción del hecho político, una aspiración utópica dada la base pasional de la política. Por dimensión pasional, entendía una inicial motivación personalista, individual, particularista o inmediatista, que luego debería evolucionar hacia visiones más abstractas y universalistas que permitieran la construcción colectiva del bien público.
El análisis de Weber fue premonitorio: las figuras del fhurer o del duce en Alemania y en Italia respectivamente, parecían comprobar la validez de su tipología analítica. La política se sustentaba sobre la participación emocional de las masas, las cuales buscaban en el líder lo que solamente la política puede ofrecer, la capacidad de conducción para ‘salir de la cueva’, para abandonar su situación de carencia, de abandono, incluso de anonimato y de intrascendencia. La política pasional apela a estos estratos profundos de la psique humana, como también lo resaltaran en su momento Freud y Young. Si es esta la base pulsional de la política, toda estrategia desde entonces intentará apelar a esta dimensión, y en su camino abandonará esa otra idea fuerte de inspiración iluminista, la de que el líder convoque a sus adherentes a un programa coherente de ideas y propuestas.
La pasión, en la filosofía política, se presenta como contraria del orden; por tanto, es transgresora de la institucionalidad y promotora de caos; pero al ser transgresora, puede también romper anquilosamientos y rutinas, puede ser portadora de innovación. La política pasional tiene su correspondencia en la lógica de la desinstitucionalización, en la reversibilidad jurídica y en la discrecionalidad en el uso del poder, pero encuentra su límite en la necesidad de estabilizar el cambio; el poder necesita institucionalizar sus operaciones, volverse predecible y controlable.
En el esquema analítico de Max Weber, la pasión no desaparece, pero se transforma en responsabilidad y visión estratégica. Lo que deja planteado Weber es si este paso es posible, o si la pasionalidad se ahoga en sí misma, si la política atina o no a cumplir con su cometido de ‘salir de la caverna’.