La pasión política

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Desde que Roma inventó la república surgió la política en el sentido general que a este vocablo le confiere el DRAE, esto es, como la “actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos”. La república romana fue una oligarquía, el gobierno de pocos (el senado) quienes dictaban las leyes y disfrutaban de privilegios inalcanzables para la plebe. Desde entonces, la política ha sido un juego en el que unos cuantos se alzan -por tradición, convencimiento o la fuerza-, con la libertad de un pueblo para, luego, devolverla con limitaciones a cambio de garantizarle orden y protección. Animales cívicos como somos, todo esto lo aceptamos de buen grado ya que estamos condenados a vivir en comunidad y junto a otros animales igualmente cívicos.

La verdad es que contadas veces se ha respetado este pacto que tácitamente ha existido siempre entre la comunidad y sus representantes, pues algo propio de la naturaleza humana es la discrepancia, la ambición, el abuso y el choque de intereses entre bandos que pugnan por el control de la sociedad. Es así como la política dejó hace mucho tiempo de ser ese campo ideal de la concordia imaginado por Platón, y se convirtió en el nudo de la discordia que es la pasión por el poder, ese fuego que lo consume todo: honras, fortunas y vidas humanas.

La pasión política movió la mano de Bruto para asesinar a César en defensa de la república romana; excitó el odio del fanático de Cronwell al ordenar la muerte a Carlos I, rey de los ingleses; erigió en París la guillotina de la Revolución Francesa y convirtió la Place de la Concorde en el más grande matadero de la historia; excitó los odios de García Moreno cuando fusiló al doctor Viola y al coronel Maldonado y, a su vez, afiló el puñal con el que Rayo cortó la vida del tirano; encendió la hoguera bárbara en la que ardió Eloy Alfaro. Y mató a Lorca y a Hernández y sumió en nebulosas la pobre cabeza de Sartre.

La política convertida en idea fanática, en pasión desbocada por imponer una doctrina, una visión estrecha de la sociedad, el camino por el que todos deben marchar lleva necesariamente a la uniformidad en el pensar, a la robotización, a los gulags, a la supresión de la disidencia, a la mengua de las libertades individuales, a la anulación del ejercicio de criticar sin temor. La pasión política nutre los totalitarismos de ayer y hoy que no son sino fracasados empeños por estandarizar la compleja diversidad de lo humano. Y no seré yo quien aquí dé consejos; para ello está Fernando Savater quien sabiamente dijo: “No siembres hoy lo que no quieras cosechar mañana; no utilices ahora la represión para conseguir más libertad, ni aumentes la violencia para que un día nos libremos de la violencia, ni favorezcas la mentira como herramienta para conseguir en el futuro la verdad. Nunca sale bien”.

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