Las diferencias en los niveles de desarrollo entre el campo y la ciudad todavía se mantienen altos en el Ecuador.
Si bien es cierto que a nivel país la situación ha mejorado, ya que pasamos del puesto 153 en el 2 000 y 163 en el 2 010 al 86 en el 2 017 en el Índice de Desarrollo Humano de las NN.UU., las brechas entre lo rural y urbano no solo que son preocupantes sino alarmantes.
La pobreza es un ejemplo. De acuerdo al INEC (Instituto Ecuatoriano de Estadísticas y Censos) el índice de pobreza (2018) por necesidades básicas insatisfechas (NBI) a nivel nacional fue del 33,5%. Sin embargo, a nivel urbano fue del 21,4% y a nivel rural del 59,5%. Una diferencia del 38,1%. ¿Qué significa esto? Que cerca del 60% de la población en las zonas rurales habita en viviendas inadecuadas, en condiciones críticas de hacinamiento (más de 3 personas por cuarto), ingresos insuficientes, con serias deficiencias en la dotación de servicios públicos (agua potable, luz, alcantarillado, manejo de residuos líquidos y sólidos), entre otros.
Esto se ratifica cuando se pasa revista de otros indicadores económicos y sociales: empleo inadecuado o desempleo, desigualdad social, desnutrición infantil, acceso a los servicios de educación y salud.
Hace pocos días este Diario publicó una nota sobre las escuelas multigrado (unidocentes y bidocentes) en las zonas rurales. Pese a que aproximadamente el 93% de los niños tienen acceso al sistema educativo, más del 80% de los alumnos no logra desarrollar los aprendizajes mínimos en matemáticas y lenguaje. Es decir, estamos en frente de una masa gigantesca de analfabetos funcionales. O sea, miles de niños tienen serias dificultades para utilizar la lectura, escritura y cálculo para la resolución de situaciones habituales.
Este, como otros problemas, no puede ser considerado solo como estructural. Algo está fallando. Por esta razón, más que culpar a los gobiernos de turno (quiénes sí tienen una gran responsabilidad), considero que el diseño y funcionamiento del Estado adolece de fallas y serias inconsistencias.
Los problemas del centralismo se mantienen. Algo se ha hecho para desconcentrar la gestión a través de unidades regionales o provinciales del gobierno central, pero lo que llega muchas veces se queda en las zonas urbanas. Algo también se ha hecho para tratar de descentralizar y traspasar competencias a los gobiernos autónomos descentralizados (GAD). No obstante, si un momento (luego de que se aprobó el Cootad) se pensó que con las nuevas competencias y atribuciones de los GADs se iban a solucionar los problemas, el sistema nacional de competencias se ha convertido en una camisa de fuerza.
En consecuencia, las brechas entre las zonas urbanas y rurales han aumentado. De ahí la necesidad de repensar la estructura institucional del Estado (debate ausente en la administración de Moreno) y en reformas al Cootad.