Rodrigo Borja, en su ‘Enciclopedia de la Política’, define la partidocracia como “el régimen en el cual los partidos son los que toman las más importantes decisiones de la vida política estatal”.
En ciencia política, la partidocracia no tiene connotaciones peyorativas puesto que el ciudadano, para actuar en los asuntos del Estado, lo hace a través de organizaciones de la sociedad civil, con lo que adquiere la fuerza y eficacia de las que carece individualmente.
Frecuentemente, los políticos han acusado a la partidocracia de ser la causa de los males de la República. Es justo condenar los pactos sospechosos, las componendas, las claudicaciones ideológicas de dirigentes incompetentes o inmorales que han desprestigiado así a sus partidos. Como resultado de esto, se ha creado una imagen negativa de los partidos políticos, hasta el punto que muchas personas serias se inhiben deliberadamente de actuar en política y, más aún, de vincularse a un partido. Este escenario resulta perjudicial para la vigencia de la democracia.
En efecto, la Carta Democrática Interamericana recuerda que un régimen plural de partidos y organizaciones políticas es “elemento esencial de la democracia”, razón por la cual el Estado debe promover su formación y fortalecimiento. Cuando Aristóteles definió al ser humano como un “animal político” se refirió a la tendencia instintiva y sana de todo ciudadano responsable de dar el concurso de sus ideas y su trabajo a una causa común en el seno de la sociedad.
En cualquier democracia -representativa o participativa- el concurso de los partidos políticos es indispensable. Más aún sin menoscabo del derecho ciudadano de expresarse individualmente sobre los temas de importancia nacional, son los partidos políticos los que, al propiciar discusiones y análisis profundos, a la luz de sus idearios y programas, contribuyen orgánicamente a clarificar el horizonte de alternativas entre las cuales el individuo hará su selección consciente al votar. Las definiciones ideológicas -que no pueden ser muchas- son necesarias en la política. Por eso los partidos deben tener principios y programas de gobierno.
La descalificación permanente de los partidos -ejercicio que en buena parte no es sino una cacería de culpables de los propios errores- ha destruido a este sistema institucional propio de una auténtica democracia. El vacío causado por la defunción de los partidos usualmente favorece y es ocupado por un líder mesiánico y omnisapiente que impulsa su proyecto revolucionario, basado en la destrucción de la institucionalidad pre-existente. De allí a la praxis del partido único no hay sino un paso. Para eso serán útiles tanto el caos artificialmente creado como los seguidores, ciegos y sordos y mudos ante las arbitrariedades del monopartido dirigido por el monolíder.