En época de elecciones surgen por doquier salvadores con plata ajena. Las arcas públicas son los objetivos de promesas que no se cumplen, a cambio de votos que se expresarán en las urnas, por un certificado que sirve para evitar una multa.
En este tramo, el Estado se convierte en una gigantesca tómbola, que gira a las derechas o las izquierdas, llena de bolas (presupuesto) y bulas (leyes), que ofrecen la felicidad en obras emblemáticas imaginarias con un discurso letal: los ofrecimientos -que se desvanecen como la espuma de mar- porque las ilusiones del Estado regalón se convierten en propaganda inicua.
El simulacro ilusiona a cientos de candidatos desconocidos, que se esfuerzan por servirse del pueblo. Sus palabras enunciadas en las tarimas hablan del bien común, pero lo más común es el vacío intelectual y ético, que llena de tinta los periódicos que se mueren sin papel, y las plataformas digitales se saturan de basura política que divierten al público con memes, dimes y diretes de información prefabricada. ¡Surge, entonces, el espectáculo público de la politiquería!
La parafernalia comienza con las inscripciones y los afiches de los candidatos, que embadurnan los postes de energía eléctrica. Las ciudades y pueblos se congestionan con las caravanas de vehículos que irrespetan los semáforos, las bocinas contaminan los oídos, las banderas otean el horizonte con muestras de entusiasmo postizo, y aparecen lágrimas de cocodrilo en el público sediento de emociones top, junto a líderes besamanos, mientras los platos típicos dan sabor electoral donde predominan los sorbos de un menú indiscreto con olor a huecas vecinales.
¡Los abrazos comparten el sudor incruento del sacrificio anunciado por altoparlantes, descompuesto por el patriotismo inédito y a la carta al son de la verbena popular! Y así, la apoteosis continúa: se reparten gorras, camisetas y emparedados a los hambrientos de deleites pasajeros. Los saludos con sombreros se multiplican, los ósculos y amorfinos, las sonrisas postizas… con paradas obligatorias en los mercados, las plazas y calles, con selfisincluidos.
El Estado regalón llega al clímax cuando el candidato, en el nivel de algarabía más excelso, recibe la banda presidencial simbólica de la vecina más carismática de la comarca, ante la clientela que grita enardecida hasta el cansancio por el triunfo inobjetable.
Entonces, el populismo asume el poder ficticio en nombre de las redes sociales -que enredan todo- y la democracia queda demolida. El discurso impoluto demuele corazones y quedan pocas razones en las neuronas para cambiar lo incambiable. Las muchedumbres deliran: “el pueblo unido jamás será vencido”, que equivale a “último día del despotismo y primero de lo mismo”. ¡Y el Estado regalón llega a su gloria! ¡Ha ganado el realismo político mágico!
Reflexión final, en serio: ¿Qué pasaría si el Código de la Democracia establece la prohibición del manejo de recursos públicos a los políticos? ¡Nos libraríamos de los candidatos de esta parodia!