El título es bastante simplificador. No se trata sólo de dos Papas, sino de dos formas de interiorizar y de vivir la fe, la Iglesia y la economía de la salvación. Pero tengo que decir que he gozado mucho viendo la película del director brasileño Meirelles, más allá del bellísimo duelo entre dos gigantes de la interpretación: una vez más, ante Hopkins y Pryce, hay que levantarse el sombrero.
La tarea no era nada fácil, y, sin embargo, la hacen, en medio de sus largos diálogos, amena y creíble. Y he gozado con la música y con la fotografía y con la ambientación y con el suave choque de dos mundos, dos formas de ver la realidad, mecidas por la profunda fe y humanidad de ambos personajes, tan valiosos, tan inteligentes, que son capaces de descubrir y de adentrarse en los espacios comunes. Ambos aman demasiado a Dios y a la Iglesia a la que, cada uno con su historia a cuestas, tratan de servir.La película está inspirada, pero no siempre sustentada, en hechos reales. Y, aunque creíble, no deja de ser una ficción. Esa es la fuerza del cine, que nos introduce en mundos posibles capaces de sobreponerse a la realidad. Pero, más allá de los detalles, quedan claras las tensiones, los conflictos y los sentimientos que, como un andamiaje inevitable, sostienen la vida de la Iglesia y de la fe. Resulta imposible anunciar el Reino de Dios y construir su Iglesia al margen de la realidad humana, de sus luces y sus sombras, de la miseria moral que acompaña la vida del hombre. Sin duda que hay conflictos que podían haber sido profundizados, pero quizá no era esa la intención del director. Más bien se sugiere la globalidad y la complejidad de los conflictos como una especie de escenario capaz de albergar la personalidad de cada uno de los Papas, sus diferencias y su pasión por romper los círculos de muerte que, en determinados momentos de la historia, atenazan la vida de los hombres y de los creyentes.
A pesar de ser personalidades tan definidas, tan fuertes, llama la atención la capacidad de encuentro, de diálogo, de coherencia de cada uno.
Sin duda que la película nos aproxima a ellos, a su condición humana, más allá de los oropeles del papado. En este sentido, siento que la película hace justicia al Papa Benedicto, que tuvo que soportar una cierta “leyenda negra” por parte de sus detractores. Y hace también justicia a la personalidad de Bergoglio, víctima él mismo de sus responsabilidades y de la dureza salvaje de la dictadura argentina.
La crítica ha sido muy desigual, quizá porque, cuando nos volvemos críticos, cada uno proyecta sus visiones, sus ansiedades y, también, sus prejuicios. Pero yo creo que estamos ante una gran película, que nos ayuda a comprender mejor la realidad humana, la complejidad de la Iglesia y el funcionamiento de una institución que rompe los moldes habituales, culturales, sociales y políticos.