El papa Francisco ha dado su versión del mercado. La tituló Evangelii Gaudium o Alegría del Evangelio. Ahí afirma que el capitalismo mata, aunque en los últimos dos siglos, gracias a la democracia liberal y al empuje de los empresarios, la vida de los hombres ha mejorado y alargado sustancialmente.
Francisco, citando a San Juan Crisóstomo, del siglo IV d.C., hace suya esta frase de juzgado de guardia: “No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son los nuestros, los bienes que poseemos; son los suyos”. Se pregunta el economista argentino Alberto Benegas Lynch: ¿estará incitando a los italianos pobres a que asalten los tesoros del Vaticano con ese alegato contra los derechos de propiedad? Curiosamente, sin referirse a ella, Francisco niega, implícitamente, la encíclica “Centesimus Annus” promulgada por Juan Pablo II en 1991 tras el colapso del comunismo. El polaco fue un apologista del mercado, quizás porque vivió la experiencia colectivista marxista, o acaso por la influencia intelectual de su asesor Michael Novak, autor del extraordinario libro ‘El espíritu del capitalismo democrático’.
Como a todo el mundo crecido en medio de la jerigonza peronista, a Francisco, le resultaba muy difícil salir sin cicatrices de la furia populista.
En definitiva: ¿con cuál de los dos papas nos quedamos? Allá los católicos con ese dilema. Yo, gracias a Dios, soy agnóstico.
Michelle Bachelet, aunque también es agnóstica, no anda muy lejos del papa Francisco en rechazar al mercado. Coincide en que es culpable de la pobreza en el mundo y, especialmente, de la desigualdad chilena. Ella redistribuirá la riqueza, porque, como Francisco, no cree que el crecimiento económico acorte la distancia entre ricos y pobres.
Aceptémoslo: América Latina es mayoritariamente populista. En conjunto, está más cerca del criterio del papa Francisco y de Michelle Bachelet que de quienes pensamos que el mercado y no los funcionarios y comisarios públicos es el resorte económico para crear y redistribuir la riqueza de forma menos imperfecta y más ajustada a la moral.
Chile, precisamente, lo demuestra. El socialista noruego Erik Solheim, presidente del Comité de Ayuda al Desarrollo de la OCDE, propone a este país como ejemplo. En 25 años los chilenos pasaron de un 46% de pobres al 14%, colocándose al frente de toda la región.
Es verdad que también, según el índice Gini, es un país muy desigual donde el 10% más rico recibe 35 veces más ingresos que el 10% más pobre, pero esto no revela toda la complejidad de la desigualdad. Jamaica es menos desigual que Estados Unidos.
El igualitarismo es una quimera perversa que conduce a la miseria colectiva. Que se lo pregunten, si no, a los chinos de la terrible era maoísta o a los cubanos. Incluso, que se lo pregunten a Raúl Castro.