En este país nuestro, de choneros, sicarios y pandilleros, con frecuencia me fijo en nuestros jóvenes marginales y sufro al darme cuenta de que apenas les ofrecemos alternativas a sus necesidades. De hecho, cada vez con más frecuencia, salta a los medios de comunicación el tema de las bandas delincuenciales y de los pandilleros. Un tema que en muchos países está en alza y que supone una auténtica amenaza para la misma convivencia democrática. Los estudios sociológicos dicen que en nuestro país hay cientos de pandillas y de bandas organizadas, especialmente en las grandes urbes de Quito y Guayaquil. Algunas pandillas, como los Latin Power, son una auténtica multinacional. Y algunas bandas, vinculadas al narcotráfico, son un auténtico estado dentro del estado.
Las pandillas tienen su territorio, su cultura, su lenguaje, sus propias leyes y ejercen la violencia con impunidad moral y jurídica. En algunos de sus territorios la misma policía se resiste a entrar a sabiendas de que llevará la peor parte. Se trata de una auténtica guerra, que no puede dejarnos indiferentes ¿Qué hacer?
Lo más fácil, pero absolutamente ineficaz, es entrar en el juego de la violencia. En muchos países de nuestro entorno funcionan los escuadrones de la muerte, que sólo ofrecen una respuesta represiva. La sangre corre abundante y no se cura la herida. Y es que las pandillas proliferan allí donde reina la miseria. En Guatemala el 2% de la población posee el 60% de los bienes. En Honduras los trabajadores informales son cerca del 70% de la población activa. En el Salvador, más de la mitad de la población está en el desempleo… Y en El Ecuador son todavía muchos los niños y jóvenes que no acceden a la educación o que abandonan la escuela y el colegio, víctimas de las pobrezas de turno.
En grandísima medida, los pandilleros y jóvenes delincuentes son el resultado de esta pobreza lacerante que nos rodea. Son hijos de la calle, vivos y muertos anónimos que a nadie le importan ni un real. De hecho, sólo tienen identidad colectiva y llaman nuestra atención cuando su violencia se convierte para nosotros en una amenaza.
La crónica roja, llena de sicarios, asesinos y delincuentes de toda especie es en gran parte la crónica de nuestro fracaso colectivo, de la falta de inversión, de la ausencia de políticas sociales, de una educación que deja en la cuneta a miles de jóvenes, sin cultura, sin capacitación, sin esperanza… Jóvenes que sólo intentan sobrevivir según la moral que maman: la del más fuerte.
E gobierno necesita una más clara voluntad de afrontamiento global. Pero el problema no es sólo suyo, sino de todos cuantos creemos que, si queremos la paz, es preciso trabajar a favor de la justicia y de la solidaridad.
Un país se desangra cuando la violencia lo consume. Quizá hoy aún estamos a tiempo de manejar una situación que tiende a desbordarnos, como en otros países del área. No hay que olvidar que el primer derecho de un ciudadano es vivir y morir en paz.