“El límite de mi lenguaje es el límite de mi mundo”, escribió Ludwig Wittgenstein en una de las obras capitales del siglo XX. Aunque las implicaciones de esta fórmula no son de mi agrado, no puedo desconocer que la fórmula misma es fascinante. Ella me lleva a pensar que hay tantos mundos como lenguajes, entendiendo que un lenguaje es mucho más que un idioma. Sin contar el lenguaje de los gestos ni el de otros signos convencionales (los de tránsito, por ejemplo, o las insignias militares), quiero referirme solo al habla, que es el modo como cada uno emplea un idioma.
Hay hablas sencillas y solemnes; las hay elípticas y directas; hay el habla de los viejos y las hablas de las innovaciones juveniles; hay hablas groseras y melosas; y también el habla de la tecnología y el de los políticos, el de los mentirosos y el de los indiscretos; pero hay, sobre todo, el habla de los pueblos.
Hace ya muchos años, íbamos Ximena y yo con rumbo a Gualaceo, cuando un campesino viejo salió al encuentro del bus en que viajábamos y agitando los brazos gritó: “¡Se ha abrido la puente!”. Aquel grito que paralizó por algún tiempo nuestro viaje suele venir frecuentemente a nuestra memoria compartida: en él encontramos condensada la maravilla del lenguaje campesino, tan revelador en este caso de una historia también paralizada.
El arcaísmo de “la puente” (que se puede encontrar en el Quijote, por ejemplo) adquiere una coloración maravillosa en la conjugación que contrapone la lógica de la relación “abrir / abrido”, con la conjugación bendecida por la Academia: “abrir / abierto”, en la cual lo irregular se convierte en absurdo. “El límite de mi lenguaje es el límite de mi mundo”: el mío (el nuestro) es el mundo de la gente “leída y escribida”, pero el mundo del campesino aquel, no solo era el mundo de la sencillez y la evidencia, sino también el mundo del servicio solidario, anterior por lo tanto al frío mundo nuestro de la competencia despiadada.
En cierta oficina, una española se escandalizaba al oír que Fulano “se fue a volver”, porque un compañero había salido a la tienda de la esquina: “¡Pero es claro que volverá! ¡No se marcharía de la institución sin despedirse!” –decía, y no lograba entender la expresión. Tampoco entendía que se le dijera: “Ve, no seas malita, pásame esa carpeta”. “¡Pero si no soy mala, por qué me lo dices!”, protestaba, y creía que nosotros hablamos mal, pero no es así: nosotros no hablamos un mal español, sino un perfecto ecuatoriano. Por eso también sabemos que algunitos botaron jodiendo al país. El límite de nuestro mundo no es el mismo que el de los españoles.
¡Cuánto nos dicen las palabras! Más allá de sí mismas, cada una es rica en connotaciones, pero todas tropiezan alguna vez con lo inefable. ¿Se encuentra también en nuestro mundo aquello de lo que no se puede hablar porque no existen palabras para decirlo?
Hoy es el día del idioma.