Durante estos días de Semana Santa hemos tenido una oportunidad singular para meditar en el valor de la palabra y la posibilidad de recuperar su sentido como medio de comunicación eficaz entre los seres humanos. Por una parte, los oficios religiosos y por otra la propaganda política, nos han hecho ver tanto el valor más excelso como la futilidad de la palabra. El evangelio de San Juan comienza con ese bello texto que dice: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la palabra era Dios”. Es la caracterización del valor eterno, creador, divino de la palabra.
En contraste hemos visto, esta misma semana, la banalización de la palabra en la publicidad difundida por televisión en las transmisiones de fútbol; un locutor que anuncia: “La Presidencia de la República informa el tiempo de juego”. No se sabe cuál es el mensaje. Si se trata de una institución reducida a mero auspiciante comercial o si se quiere hacer saber que la Presidencia nos provee también el entretenimiento.
La manipulación de la palabra para darle nuevas significaciones por estrategia política o conveniencia ideológica, ha sido mal común del imperialismo y del fascismo como denunció Julio Cortázar en una conferencia dictada en Madrid en 1981: “Palabras como patria, libertad y civilización saltan como conejos en todos sus discursos… Para ellos la libertad es su libertad, la de una minoría entronizada y todopoderosa, sostenida ciegamente por masas altamente masificadas”.
Asistimos esta misma semana, con estupor, a otro debate falso que pretende decidir si la propuesta ecuatoriana de reformas a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos fue un fracaso o una victoria. El consenso de los Estados americanos rechazó la propuesta, pero la propaganda oficial pretende imponernos la creencia de que fue una victoria. Todos consideraron que debilitaría a la CIDH y nosotros tendríamos que creer que se trataba de fortalecerla.
La politización del lenguaje consiguió que la palabra democracia tenga significados absolutamente distantes en Corea del Norte y Europa, en Cuba y Estados Unidos. Está pasando lo mismo con palabras como libertad, Estado, soberanía. Si no advertimos a tiempo, pasará lo mismo con los derechos humanos, como sugiere la anécdota que cuenta el mismo Cortázar de la dictadura militar que pretendió disipar las denuncias de violaciones de los derechos humanos con un eslogan publicitario que decía: “Los argentinos somos derechos y humanos”.
El empleo tendencioso del lenguaje no es un problema de retórica, se trata de viciar su contenido más profundo para imponer una concepción del Estado y del individuo, una concepción de la sociedad y si no recuperamos el valor de la palabra, al final, tendremos fonemas vacíos cuyo significado dependerá de la conveniencia del Estado y la voluntad del poder.