La palabra, como instrumento de contacto entre los seres humanos, es la invención más extraordinaria y dúctil. Su uso rompe el natural aislamiento individual y permite transmitir ideas y afectos. Sófocles decía que al ser humano le distinguen la palabra y la “furia de construir grandes ciudades”. Con la palabra se da vida al pensamiento que, de lo contrario, sería una entidad inútil. Sin el derecho a decir lo que se piensa, es decir a opinar, poco o nada valdría el derecho a pensar. Por eso su incondicional respeto está indisolublemente vinculado a la dignidad humana.
Como cualquier persona, el Presidente puede opinar. Le asiste un derecho que es el mismo para todos y su palabra, en tanto ciudadano, no vale más que otra. Pero no es posible separar, en la práctica, la opinión del ciudadano Correa de la circunstancia de estar, ese ciudadano, ejerciendo la presidencia de la República. Es por eso que su palabra pesa de manera diferente a la de otra persona cualquiera.
Con razón, los sabios afirman que, si la palabra de un maestro influye poderosamente en los educandos, la de una persona dotada de autoridad -como el Presidente- puede llegar a “constreñir”, a obtener que quienes lo escuchan se sientan obligados a seguir su ejemplo. La palabra presidencial no solo puede ser vista como un acto de autoridad política sino como un acto revestido de autoridad moral: he allí la responsabilidad de saber emitirla en la oportunidad, forma y fondo adecuados.
Si el Presidente se arroga el derecho de interpretar una ley, su palabra puede llegar a producir efectos jurídicos cuando los verdaderamente encargados de esa tarea se sientan “constreñidos” por la opinión presidencial. Eh allí por qué la autoridad tiene que ser prudente y cuidadosa al expresar sus criterios. Opinará para inducir al bien, pero se abstendrá de hacerlo cuando su palabra pudiere causar efectos no positivos o dudosos en una sociedad.
Un buen libro, ‘El camino del Zen’, al referirse a la importancia de la meditación como camino para llegar al descubrimiento de la verdad, nos dice: “Los que conocen no hablan. Los que hablan no conocen”. No se trata ciertamente de eliminar el uso de la palabra sino de ejercerlo con ponderación, mesura y después de una profunda meditación sobre sus consecuencias.
Los monólogos de los sábados son un ejemplo del mal uso de la palabra. Campean en ellos los argumentos basados en medias verdades, las confrontaciones destructivas, los llamados a elementales reacciones de masa. Se usa la autoridad presidencial para destruir al “enemigo” y se busca “constreñir” a los oyentes a pensar y actuar de igual manera. Son, en suma, la antítesis del camino que lleva a la verdad. ¡Ese es el alimento venenoso con que se pretende sanar los males del pueblo ecuatoriano!