El problema fundamental, el que importa de verdad, no es el partido o el movimiento. El problema no es la tendencia, no es el proyecto. No es la ideología, ni son las simpatías o antipatías que marcan la política. No son las carreras electorales. No es la Constitución. No es el poder. El problema es el país, su destino, su prestigio. El país entendido como el patrimonio de todos, como el hogar de cada uno, como el punto de partida y el lugar de encuentro.
Hay una grave incomprensión, y una enorme confusión entre algunos de los hacen política, es decir, entre quienes manejan nuestro destino: piensan que la razón superior es el proyecto, ese difuso argumento al que se acude para zanjar discrepancias, para establecer prioridades o para imponer decisiones.
Parecería que el tema sustancial, lo que hay que salvar a toda costa, sería el partido.
No. No es esa la prioridad. Los partidos -los llamados movimientos- son herramientas subalternas para acceder al poder, que obedecen a visiones siempre incompletas e interesadas de la realidad, de allí viene precisamente la palabra “partido”, agrupación que divide, que confronta, que hace propaganda para ganar adeptos.
Su pensamiento no es necesariamente la verdad, no es catecismo irrefutable, no es un dogma; es una propuesta, acertada o errónea, anticuada o moderna, razonable o inaceptable, que genera tolerancia para discutir, o fundamentalismo para condenar y descalificar.
El problema fundamental tampoco tiene que ver con las opciones electorales de la oposición, ni con las carreras políticas de toda esa pléyade de aspirantes a redentores, de izquierdas y derechas, que saturan la política local.
El problema, entendámoslo bien, es el Ecuador atrapado entre los montos escalofriantes de la deuda, el nivel espectacular del gasto público, los hábitos consumistas, la corrupción y el deterioro de las instituciones. El problema es el destino de la comunidad. El problema es saber, con un mínimo de certeza, cómo será la vida de los nietos, cuáles serán las opciones de la gente honrada en un mundo donde prospera la falta de integridad.
¿Cómo educar, si los valores han caducado? ¿Cómo ejercer la democracia, si la propaganda y el discurso han suplantado a la verdad? ¿Cómo hablar de la Ley, si lo que debería enseñar la universidad, en serio, es cómo y por qué murió la legalidad? ¿Cómo hablar de honradez? ¿Cómo hablar de solidaridad si en el vecindario una dictadura masacra a sus ciudadanos ante el silencio y los discursos de circunstancia? ¿Cómo hablar de pueblo y en nombre del pueblo? ¿Cómo sustentar el derecho a mandar, cuando, frente a lo que ocurre, lo ético debería apuntar a la desobediencia?
Estos son los temas de fondo, esos son los que se soslayan. El problema fundamental es el Ecuador , nuestro Ecuador.
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