Cuando esto escribo (14 de octubre), se cumplen exactamente treinta años del fallecimiento de Leonard Bernstein –uno de los mejores y más famosos directores de orquesta de la segunda mitad del siglo XX. Ningún amante de la gran música ignora su nombre, pero tampoco lo ignoran los admiradores de los musicales de Hollywood. Y en New Orleans hay todavía muchos amantes del jazz que lo recuerdan con nostalgia.
Quiero decir, en suma, que Bernstein fue un talento musical abierto a todo; un hombre que vivió en la música y por ella, sin aceptar las habituales barreras entre géneros. Estaba muy lejos de ser, como otros grandes músicos de su tiempo, un director concentrado en el estudio y perfeccionamiento de un solo tipo de obras. Fue también pianista de jazz, compuso muchos musicales que se hicieron populares y logró que su nombre se hiciera inseparable de West Side Story, pero compuso también sinfonías y música coral.
Como director, fue el sucesor de Bruno Walter en la dirección de la Orquesta Filarmónica de Nueva York, a la cual su nombre estuvo asociado durante mucho tiempo; pero fue además director invitado en muchas de las mejores orquestas del mundo. De manera especial cultivó una relación de amistad y colaboración con la Filarmónica de Viena, con la cual fueron célebres sus interpretaciones de Mozart, Haydn y Beethoven, pero sobresalió en la música de Mahler, de la cual fue un intérprete privilegiado. No faltó en la Scala de Milán, donde dirigió magistralmente las óperas de Verdi, y Jerusalén lo recuerda como director y pianista. Judío de larga tradición que se remonta a Ucrania, compuso música ligada a sus creencias: sus Salmos fueron ejecutados en Tel Aviv con tal grandiosa maestría, que la gente los escuchó entre lágrimas.
Alguna vez dije en esta columna que fue seducido por la magia de Karajan, y es cierto; pero nunca dejo de escuchar las grabaciones de Bernstein en Viena. Si el primero se distinguía por su severidad y su concentración, que a lo largo de los años le llevaron a reducir cada vez más sus movimientos, el segundo fue todo lo contrario. Verle dirigir es toda una fiesta porque se siente la música tanto como él la está sintiendo: con su gran gestualidad (que no supera, sin embargo, a la de Carlos Kleiber) transmite su vivencia con tanta alegría que contagia.
En la Navidad de 1989, Bernstein dirigió en el Konzerthaus de Berlín la Novena Sinfonía de Beethoven, como parte de las celebraciones por el derrocamiento del Muro. Entonces se tomó una licencia que nadie habría osado nunca: cambió la palabra Freude (alegría) por Freiheit (libertad), en la Oda a la Alegría de Fredrich Schiller que es cantada por el coro en el cuarto movimiento de la Sinfonía. “Creo –explicó– que Beethoven habría estado de acuerdo en estas circunstancias”. Yo, desde mi modesto lugar de oyente, también lo estoy, y creo que el propio Schiller habría estado encantado con el cambio.