Estamos acercándonos a esa alegre época del año en que la autoridad tributaria nos invita a cumplir con la obligación anual de pagar el impuesto a la renta y sería bueno ir preparando nuestros corazones (y bolsillos) para tan egregia ocasión.
El año pasado, los ecuatorianos pagamos unos $ 18.200 millones en impuestos, aunque en realidad pagamos más, porque en ese monto sólo está lo recaudado por el SRI y por las aduanas y no se incluye nada de lo cobrado por los municipios o las prefecturas. Pero el hecho final es que pagamos una cantidad importante de dinero, un monto que ronda el 16% del PIB.
En comparación con los datos históricos de recaudación, ese 16% está algo más arriba de lo que ha estado en el pasado reciente y está bastante por encima de lo que tuvimos en las últimas décadas del siglo XX, antes de la creación del SRI.
Definir si esto es bueno o malo es casi tan difícil como descubrir el significado de la palabra egregio. Porque cada uno de los 18.200’000.000 dólares salió del bolsillo de un ecuatoriano o, como en el caso de las retenciones, ni siquiera llegó a sus bolsillos. O sea, son dieciocho mil millones de sacrificios que se han hecho para que el Estado tenga esos recursos.
El sacrificio es evidente, pero las ventajas (que sí existen) no son tan evidentes. La mayor ventaja de pagar tantos impuestos es tener un gobierno mejor financiado, con menos déficit y con menos necesidad de seguir endeudándose, para que lo que gastamos hoy lo paguen las futuras generaciones. Y eso tiene varias aristas positivas, como que un gobierno bien financiado deja de distorsionar la economía y hasta puede ayudar a que bajen las tasas de interés.
La otra ventaja es que ahora, cuando realmente nos duele pagar impuestos, los ecuatorianos vamos a mirar con lupa el destino de esos recursos y, ojalá, esto sea un incentivo para crear una ciudadanía que realmente se preocupe por pedir cuentas y exigir servicios públicos de calidad.