En este segundo domingo de mayo celebramos el Día de la Madre. Y, más allá de este maridaje entre afecto y comercio, quisiera expresar mis preocupaciones. Si alguien nos da identidad es, precisamente, el padre y la madre. Su ausencia o, simplemente, una relación conflictiva generan no pocos traumas y vacíos difíciles de llenar. De hecho, cuando decimos “yo soy”, siempre nos remitimos al mundo cálido o áspero, integrador o excluyente, de nuestras familias… En general, nos cuesta bastante decir quiénes somos. Decimos lo que hacemos, lo que tenemos, pero difícilmente decimos quiénes somos. Más bien nos hemos hecho expertos en el arte del disimulo, de la apariencia, del maquillaje… Lo que somos pertenece al mundo de nuestra intimidad, pero también al mundo de nuestras inseguridades. Nos cuesta decir “yo soy” porque nos cuesta saber quiénes somos realmente, inseguros de lo que amamos y de hasta dónde estamos dispuestos a arriesgar, inseguros de nosotros mismos. Y es que sólo cuando amamos sabemos quiénes somos en realidad.
En estos días he hablado con una buena amiga, profesional de psicología, preocupada por la vida rota de tantos jóvenes cuya identidad es un misterio. Muchos no saben quiénes son porque nadie les ha enseñado a amar. Quizá conocen casi todos los misterios del sexo, pero son analfabetos en el amor, la vida se les escapa de las manos como el agua de un cesto. No hay quién retenga sus sueños, ni sus ideales, ni sus angustias, ni sus vacíos… Muchos padres sólo son testigos sufridos e incapaces y el nido hace tiempo que se convirtió en pensión. El diálogo está roto, nos hemos acostumbrado a malvivir… Difícil saber quién soy cuando nadie me reconoce, cuando sólo se me aguanta. ¿Será suficiente con pagar facturas de platos rotos? Sabes quién eres y el valor de tu vida cuando descubres a quién amas y quien te ama, cuando adviertes quién habita tu corazón y estás dispuesto a arriesgar la vida por algo o alguien. Entonces sí, podrás decir quién eres, cuál es tu fe y tu esperanza. Me uno a la preocupación de mi buena amiga y les pido a los padres que enseñen a sus hijos a ser, es decir, a amar. Precisamente en tiempos en que la tentación es comprarlos y venderlos, aunque sólo sea para que dejen de fregarnos con su impertinente actitud. Quebrada la cultura tradicional de nuestros mayores por una generación que dispuso alegremente de su cuerpo y su alma, muchos jóvenes (los hijos de esa generación) tienen una profunda crisis de identidad, quizá porque no tienen con quién identificarse, quizá porque la figura paterna se ha ido diluyendo, hasta el punto de que el príncipe valiente de la infancia se convirtió en villano, incapaz de preguntarte a qué hora llegas, con quién andas, a qué te dedicas y, sobre todo, a quién amas. Las grandes nostalgias son siempre las nostalgias del amor, también para los hijos. Bueno recordarlo en el Día de la Madre en cuyo seno todavía podemos alimentar los mejores amores.