El correísmo no es solo Correa; es una forma torcida de hacer política, más torcida que pedo de culebra. Son tantos los escándalos y tal el cinismo que no nos queda más que acudir al reino animal para tratar de entender lo que pasó. Por ello, cuando se fugó el hermano de Vinicio Alvarado se habló de topos que lo ayudaron y que seguían socavando la frágil estructura del Palacio de Gobierno.
Sin embargo, la figura de esos oscuros y silenciosos roedores no se aplica a correístas refulgentes como Fander Falconí y María Alejandra Vicuña, quienes profesaron diez años la adoración al caudillo. Y esa enfermedad no se cura con ministerios ni vicepresidencias de un Gobierno tildado por el jefe de traidor. La prueba es que Falconí se marchó del Ministerio al estilo de Patiño y Long, criticando la reducción de los fondos para la educación, pero nadie le escuchó decir que esa era una consecuencia directa del robo desalmado y el despilfarro del Gobierno anterior.
También a Vicuña, la chavista de camisa roja y ferviente partidaria de la reelección de Correa, la habían atraído con un ministerio y luego con el puesto que está a solo un peldaño de la cima. Si el objetivo era arrebatar el partido verde-flex a Correa en Guayaquil, ella y su papá bolivariano del ABA se prestaron gustosos. Luego, sin despeinarse con la maniobra, el papá continuaba recomendando a Lenin, en El Telégrafo, auténticos programas socialistas de gobierno, mientras la vice incorporaba asesores y parientes a la función pública y ampliaba su base de cuadros para cuando llegara la hora.
Ante semejante perspectiva escribí en febrero una columna llamada ‘Durmiendo con el enemigo’ donde advertía que “la salud del presidente es una cuestión de seguridad nacional” y que Lenin “necesita de todo el respaldo para que complete su período”. Lo ratifico, por supuesto, pero en el caso Vicuña, si bien se desmarcó con un tweet y una cadena, no deja de ser responsable de que otro personaje deleznable haya usado la bandera tricolor y el Salón Azul de Carondelet como respaldos para leer un discurso escurridizo y ambiguo destinado a informarnos que su asesor de cinco años era un pícaro redomado que exigía puestos. Que ella descalifique a su expana no desvanece la acusación de extorsión, concusión y tráfico de influencias.
Claro que desde las cadenas de Correa y Glas, la bandera y los salones de Carondelet y la Vicepresidencia no garantizan nada pues el correísmo lo degradó todo, empezando por las palabras y terminando con un museo para endiosar al loco del ático. Cuando Vicuña habla de ética, quizás entiende lo mismo que entendía su caudillo cuando proclamaba que ellos eran “la reserva moral” del país. O cuando Glas decía que sacó a patadas de su oficina al sobornador de Odebrecht. ¿Sería porque le ofreció demasiado poco?