Como saben los confinados–conectados, Netflix lanzó un filme que recrea con toques de ficción la carrera de Sergio Vieira de Mello, el famoso y carismático funcionario brasilero de Naciones Unidas que fue asesinado con una bomba en Bagdad. Aunque demasiado centrada en la historia de amor para el gran público, la película se deja ver.
Mejor, más completo y dramático es el documental realizado por el mismo director en 2009 con muy buen material de archivo. Y si alguien desea profundizar en el tema, algo así como inyectarse Sergio a la vena, existe la versión Kindle de una biografía llena de testimonios de primera mano y ágilmente escrita por la Premio Pulitzer, Samantha Power, embajadora de Obama ante la ONU.
¿Y a mí qué me importa? podrá pensar algún lector angustiado luego de dos meses de encierro sin ver una salida clara. O, peor aun, mirando las idioteces de Trump y Bolsonaro. Pues nos importa a todos porque en estos días de peste y desaliento, Sergio es un auténtico anticuerpo porque muestra que sí es posible enfrentar con coraje, talento e idealismo cosas más brutales y deliberadas que un virus: los desastres de la guerra, las oleadas de refugiados, esas situaciones extremas generadas por conflictos religiosos, étnicos o geopolíticos.
Con su sonrisa de actor de cine, políglota, mundano y conciliador, el brasilero encarnaba el espíritu pacificador y diplomático de las Naciones Unidas e insistía en llevarlo a la práctica aunque varias veces se diera con la piedra en los dientes.
Su bautizo público fueron las revueltas de París 68, cuando estudiaba Filosofía en la Sorbona. Al año siguiente ingresó a Naciones Unidas pero nunca fue un burócrata sino un hombre de acción que trabajó con los refugiados de guerra en Sudán, en Bangldesh y el sur de Líbano cuando ocurrió la invasión de 1982 y las masacres de los campos de Sabra y Chatila. Ahí conoció la limitada capacidad de maniobra de los cascos azules que fueron humillados por las tropas israelitas.
Pero su misión más peligrosa la tuvo en Camboya, donde visitó el campamento de los jemeres rojos para hablar con uno de los responsables del genocidio, Ieng Sary, que también había estudiado en París. A Sergio le intrigaba el funcionamiento de la maldad intelectual, quería ver si en los ojos de Ieng todavía ardía el fanatismo ideológico de un maoísta de crueldad inverosímil.
Esa misión logró el objetivo de repatriar 400.000 refugiados y le posicionó como “el más brillante y carismático diplomático de Naciones Unidas”. Luego de haber consolidado la independencia de Timor Oriental pintaba ya como fuerte candidato a secretario general, pero su destino era otro y lo esperaba en Bagdad. Ahora renace como un mito de la búsqueda de la paz.