Hay sociedades que han vivido por décadas al límite de su autodestrucción. En muchas de ellas es usual que caigan bombas, exploten minas o se lancen misiles. Y, por desgracia, también es frecuente que esos artefactos siniestros, a veces silenciosamente mortales o en ocasiones acompañados del fragor de un trueno, arrasen con todo a su alrededor en pocos segundos.
En otras sociedades, en cambio, no caen bombas, o es muy extraño encontrarse con una, pero resulta común, casi normal nos atreveríamos a decir, que la muerte sorprenda a su gente con la velocidad del sonido (o incluso con mayor rapidez) en ráfagas brutales o con detonaciones esporádicas dirigidas a posta contra una víctima, o que alguna lleve incluso la etiqueta exculpatoria de las balas perdidas. Y también es habitual que la muerte aparezca allí, a la antigua usanza, reflejada en el acero brillante y filoso de un arma blanca bien templada, usada a traición, premeditación o con sevicia, cortando o punzando la piel con aterradora frialdad.
En esas sociedades explosivas la vida se mantiene permanentemente en equilibrio, mientras la muerte, alerta, se pasea a su aire con absurda normalidad para elegir pronto, muy pronto, a su siguiente víctima.
Pero también sucede que incluso en las sociedades de apariencia pacífica, en aquellas en las que prima la cordura, el diálogo, la libertad y la justicia, de pronto una chispa sea capaz de detonar esas cargas que nadie se daba cuenta que existían, pero que estaban allí, latentes, entre el imbricado y complejo tejido humano que las conforman.
Mientras mayores brechas existan en una sociedad, mayores serán las posibilidades de que una pequeña llama alcance a volarla entera por más serena y madura que ésta se hubiera mostrado. Mientras más desigualdad exista, habrá más fibras capaces de conducir e inflamar el fuego con destructora voracidad. Mientras menos necesidades básicas se atiendan en ella, mayores serán sus problemas sociales, más escalados sus conflictos humanos y más crítico el resentimiento entre sus estratos.
Si hoy nos llama la atención lo que está sucediendo en nuestro continente, si aún no salimos del asombro por los brotes sistemáticos de violencia que azotan la región, si seguimos preguntándonos por qué y cómo alcanzamos este punto, o si tan solo sospechamos que todavía no hemos llegado a lo peor, además de exigir a los gobiernos que atiendan primero las necesidades y carencias de esas personas a los que, por desidia, conveniencia política o como resultado de la galopante corrupción, se ha mantenido en estado de postración y marginalidad, debemos plantearnos seriamente la opción de que cada uno desde su espacio trabaje por acortar esas brechas abiertas por décadas, superar nuestras diferencias y equilibrar la desigualdad que nos mantiene en el tercer mundo.
En caso contrario, sin darnos cuenta, estaremos labrando un terreno de pólvora en el que se sembrarán nuevas municiones.