La orgía incesante

Desde que publiqué mi libro sobre las fiestas populares del Ecuador, en 2002, cada Carnaval, Semana Santa, Finados, Mama Negra, Navidad y algún otro festejo, religiosamente, como parte del ritual, me entrevistan para algún medio escrito o audiovisual. Pero sucede que ya no tengo nada nuevo que decir y estoy empezando a inventarme cosas. Así que, antes de enredarme en mis propios cuentos, para despedirme del tema quiero anotar un par de ideas claves sobre cuál era la función primordial de la fiesta popular y por qué ha extraviado su sentido en las grandes ciudades.

Un fraile medioeval comparaba a la sociedad con un barril de cerveza al que cada cierto tiempo se debe quitar el tapón para que salga el gas acumulado y no estalle el recipiente. Tal cual: las sociedades tradicionales un par de veces al año daban paso a los excesos y el despilfarro en el comer, el beber y el follar. Durante los días de fiesta se transgredían normas, jerarquías y valores, los ricos se disfrazaban de pobres, los hombres de mujeres, las damas se soltaban la trenza, todos se mofaban del poder y cada uno daba rienda suelta a sus deseos y frustraciones.

Acá también las tensiones entre barrios o comunidades se lavaban en combates rituales donde corría la sangre y no faltaba algún muerto de verdad, como en los sanjuanes de Imbabura, cuando invadían la comuna vecina, o en los carnavales quiteños, cuando había que tomarse a trompones la pila de agua del otro barrio. Pasados los excesos, los católicos acudían arrepentidos y chuchaquis a recibir de rodillas la ceniza que daba inicio a la Cuaresma. Satisfechas las pulsiones de los cuerpos y las almas, la sociedad reciclaba sus normas y todo volvía a la rutina diaria.

Pero cuando crecieron las ciudades y se liberalizaron las costumbres, con los pecadores disimulados en el anonimato de la capital, la fiesta se instaló cualquier noche del año en las discotecas y los cabarés, gay o straight, sin necesidad de aguardar las fechas del calendario festivo. Antes, la generación hedonista de los años 60 había lanzado la consigna de ‘sex, drugs and rock and roll’ y esa orgía incesante, que fuera privilegio de una reducida élite ociosa y dispendiosa, se democratizó: solo hacían falta tiempo, ganas y un poco de billete para tener acceso en cualquier esquina a drogas alucinógenas, conjugadas con la música de los nuevos ídolos del rock y una actividad sexual desinhibida y a ratos frenética.

Algo queda de ese afán transgresor en la quema de políticos y en las viudas del año viejo, disfraz que brinda el pretexto para que muchos machos de no creer dejen aflorar públicamente su lado femenino en un juego ambiguo que suele ir más allá con la ayuda del alcohol. Ningún problema porque el 2 de enero, bañados y afeitados, todo comenzará de nuevo.

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