Hay tres grandes géneros de oratoria: la académica, la de masas y la de medios televisuales de comunicación. La oratoria académica es profunda, reposada, elegante, de gran rigor lógico —con la exacta medida de la extensión y comprensión de los conceptos— y es el medio de comunicación usual en la cátedra, los foros, el parlamento, la sala de conferencias y otros lugares cerrados.
La oratoria de masas es absolutamente diferente. Su técnica es no solo distinta sino, en muchos aspectos, contraria a la de la oratoria de circuito cerrado. Lleva una gran carga emotiva puesto que se propone no solo comunicar ideas sino transmitir emociones. Es arrebatada, arrolladora, persuasiva, estruendosa.
Compuesta de conceptos y palabras simples, va siempre acompañada de vigorosa gesticulación. El gran orador de masas tiene gestos de domador. La gesticulación posee una gran importancia en este tipo de oratoria: los brazos y los dedos son antenas de comunicación y de elocuencia. A la distancia no se pueden ver los rasgos faciales del orador, solo se escucha su voz y se miran sus enérgicos ademanes, y a través de ellos llegan las ideas y las emociones a la multitud.
El orador de masas, al decir de Ortega y Gasset, sopla sobre las aguas “haciendo tormentas e imponiendo calmas”. Modela a la multitud con la magia de sus palabras, cual si fuera una masa de arcilla en manos de un alfarero. Alza y baja la voz e intercala silencios deliberados y dramáticos para generar suspenso en la multitud. Algunos oradores suelen insertar invariablemente una consigna.
El viejo Catón concluía siempre sus arengas con la frase “delenda Carthago”, Clemenceau decía siempre: “¡hago la guerra!”, Jorge Eliécer Gaitán repetía: “¡a la carga!”, Víctor Raúl Haya de la Torre finalizaba sus arengas con la frase: “¡solo el aprismo salvará al Perú!”, Fidel Castro terminaba sus discursos con la exclamación: “¡patria o muerte: venceremos!” y el Che Guevara: “¡hasta la victoria, siempre!”.
La historia ha contemplado admirables oradores de diferentes signos ideológicos que con su palabra han señalado el rumbo de los pueblos: Pericles y Demóstenes ejercieron la dictadura de la inteligencia en la vieja Atenas. En Roma Julio César y Cicerón fueron los más brillantes oradores de la Antigüedad. En los tiempos de la Revolución Francesa, Mirabeau y Robespierre brillaron con su elocuencia. Fue célebre orador Emilio Castelar en España. Colombia, tierra de oradores, dio a Jorge Eliécer Gaitán y Luis Carlos Galán, electrizantes oradores de masas. Velasco Ibarra, en Ecuador, manejó todos los secretos de la oratoria de masas: simplificación de las ideas, uso de imágenes, energía, rotundidad y dramática gesticulación.
Pero la tecnología digital ha dado al traste con la oratoria. Hoy los políticos, simulando improvisar, leen sus discursos -vaya usted a saber escritos por quién- en el “teleprompter”.