Hace unas semanas visité el Museo de Arte Moderno de Nueva York al que diariamente acuden miles de visitantes. Con excepción de Jackson Pollokc y su expresionismo abstracto, no me detuve en las salas que exhibían el Arte Pop norteamericano: la serie de las Marilyn Monroe y los tarros de Sopas Campbells de Andy Warhol. Subí a la tercera planta donde está lo que buscaba: los impresionistas, post impresionistas, cubistas, expresionistas y surrealistas: Monet, Gauguin, Braque, Matisse, Picasso, Dalí, Paul Ernst, van Gogh.
Un cerco de devotos se había detenido frente a una de las obras más extrañas que pintara van Gogh: la “Noche estrellada”. Cuando la miré no pude pasar de largo. Un apocalíptico acontecimiento se desarrollaba en el estrecho ámbito de esa tela: en el azul profundo de un cielo nocturno, nebulosas espirales se enroscan en gran remolino sideral; vértigo de astros destellantes y una media luna naranja atrapada, como todo, en círculos de fuego. Desde la tierra en penumbra se eleva un ciprés solitario, oscuro y ocre y de apariencia flamígera, grito tal vez de la naturaleza amenazada mientras abajo, una aldea duerme su pesadilla. Este cuadro (que data de 1889) fue un anuncio de la inminente catástrofe final del pintor y cuya vida fue un continuo infortunio; el clamor de un espíritu atormentado.
Atrás quedó la pintura como “impresión” (Monet). Lo que triunfa con van Gogh es la expresión de la pasión, la violencia del color, el grito de un alma acongojada. Sus cuadros no solo hay que verlos; habrá también que oírlos. Con sus colegas de oficio (Serrat, Gauguin, Cézanne) discutía sobre la aplicación de nuevos recursos pictóricos, disputas que, dado el carácter apasionado de van Gogh, acababan siempre en desacuerdos. Ellos abrieron las puertas a lo que será la pintura del siglo XX. Trazaron el camino para el aparecimiento del arte no figurativo. Sin embargo, no se atrevieron a divorciarse de las formas con las que la realidad define cada cosa. Tuvieron miedo a no ser lo suficientemente exactos, según lo confesó el mismo van Gogh. Aquella clásica concepción del arte como mímesis de la naturaleza seguía siendo válida.
Pero así como es grito, la pintura de van Gogh es también silencio. Rompe con la tradición, vigente hasta el Romanticismo, de que una buena pintura debe contar algo. Al igual que Monet, Van Gogh no narran nada, no hay anécdota, huyen del estridentismo de un Delacroix, de un Rubens, de un Rembrandt, huyen de toda mitología. Si no es grito, la pintura de van Gogh llega a ser silencio y quizás susurro cuando pinta girasoles, margaritas y anémonas. Es pintura para ver y emocionarse; no hay “contenido” y por ello no cabe interpretación. Toda interpretación del arte es tergiversación, un “filisteismo” más frecuente en la literatura que en cualquier otro arte. “En lugar de una hermenéutica –decía Susan Sontag- necesitamos una erótica del arte”.
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