Ileana Almeida, Columnista invitada
En mis años de profesora desemiótica de la cultura, dos libros de Umberto Eco eran imprescindibles para estudiar la Semiótica de la Cultura y el análisis del texto: ‘La estructura ausente’ y ‘El nombre de la rosa’.
En el primer capítulo del primero, Eco resume el campo semiótico y descubre la esencia del signo, su rol insustituible para comunicar, para abstraer y expresar la realidad. Asimismo, que la cultura -el mundo de los signos- se escapa muchas veces a la perspicacia de quienes la observan o la practican. La pasión de Eco siempre fue entender la cultura y explicarla a los demás.
En este campo, enumera su diversidad e integralidad. Las abejas danzan para comunicar y lo hacen con su código. Los perfumes, los sabores, los sonidos, los colores emiten señales codificadas. Los movimientos del cuerpo humano se elevan a la dignidad del signo. Los jeroglíficos mayas están codificados tantas veces que se vuelven acertijos.
El pensamiento de Eco está imbuido de humanismo, dentro del cual caben el sensualismo y la armonía de la estructura. ¿Para qué encontrar la estructura y la articulación que revelan los lenguajes, si al final la estructura está ausente? ¿Por qué escuchar la radio, leer el periódico o el Twitter, o ver la televisión si los medios generan a la par certezas y desconfianza? Porque, de acuerdo con Eco, la fijeza de los códigos es momentánea y los signos se rebelan contra la quietud y la pasividad.
En ‘El nombre de la rosa’, la teoría del código siempre está presente. Cuando le preguntaron a su autor si la novela versaba sobre la Edad Media, contestó que no, que la había escrito desde la Edad Media, evidenciando su idea central de código; es decir, respetando lo más estrictamente posible lo establecido socialmente en aquella época. Así su texto describe con rigor la arquitectura de la abadía, la normativa del comportamiento monacal y humano, las relaciones convulsas del miedo.
La perfección de la novela es el resultado del método semiótico observado en su construcción. De comienzo a fin, una serie de signos estructura la trama, un indicio tras otro nos lleva desde la muerte del primer monje a dar con el asesino. La iglesia, el cuervo, el tañido de las campanas se simbolizan. Moría quien intentaba leer la ‘Poética de Aristóteles’, pues en aquellos tiempos se la tenía como símbolo diabólico y pecaminoso, y el filósofo griego afirmaba que la risa puede acercarnos a Dios…
Eco presenta la rosa como un mensaje poético que provoca emoción. Cita a Gertrude Stein: “Una rosa es una rosa, es una rosa, es una rosa…” Tal vez tanta emotividad le condujo a titular su más célebre novela aludiendo a la pureza del amor de Adso, el joven monje que narra el texto.
Siempre se recordará a Eco porque su pensamiento brilla con destellos de genialidad.