Víctor Hugo, la más grande de las personalidades del romanticismo francés del siglo XIX, pensaba que sobre los seres humanos pesan tres terribles fatalidades, y dedicó a cada una la maestría de su pluma: en “El jorobado de Nuestra señora de París” trató de la fatalidad de los dogmas; en “Los miserables”, de la fatalidad de las leyes, y en “Los trabajadores del mar”, que es una de sus novelas menos conocidas, presentó con todo su rigor la fatalidad de la naturaleza.
Los ecuatorianos hemos tenido una larga experiencia de todas ellas. Las dos primeras han estado presentes en nuestra sociedad desde los tiempos prehispánicos, pero han alcanzado extremos insospechables en los períodos colonial y republicano: bastaría recordar la Inquisición, que en Quito no mandó a quemar a nadie pero fue pródiga en latigazos y otras penitencias infamantes, o las leyes repudiables cuya lista incluye la Carta de la Esclavitud, la Carta Negra y una larguísima serie que no ha terminado todavía.
Pero es la última, la fatalidad de la naturaleza, la que nos ha estremecido en estos aciagos días. Si contra las fatalidades de los dogmas y de las leyes hay siempre el recurso de la lucha que demanda sacrificios pero al fin puede imponer el reino de la libertad, parecería que contra la fatalidad de la naturaleza no hay recurso alguno que pueda salvar al ser humano: inermes ante fuerzas desconocidas que se desatan con furia incontenible, todas las personas, sin excluir absolutamente a nadie, quedan sujetas al sufrimiento y a la muerte.
Hay, no obstante, un recurso contra esta horrenda fatalidad que pesa sobre nosotros: se llama solidaridad y la hemos visto en estos días expresando lo mejor de una sociedad que suele ser desconfiada, pero no carece de buenos sentimientos. Es una solidaridad que no espera ser convocada ni necesita ejemplos edificantes: nace espontánea y se desborda, quizá sin orden ni concierto, pero con un derroche de buena voluntad.
Junto a ella, sin embargo, subsisten viejas taras. Aquí y allá, expresándose de distintos modos, aparecen aquellos que viven enfermos de fundamentalismos y creen posible aprovechar el momento para hacer el elogio de las autoridades que se están sacrificando por su pueblo, o para criticarlas por sus errores actuales o pasados. No dudo que puede haber razón para lo uno y lo otro; pero estoy convencido que esta no es la oportunidad de hacer ostensible el reconocimiento a quienes cumplen su deber ni la crítica a quienes han sido responsables de algún hecho negativo o de alguna omisión culpable.
Seamos oportunos. Este es el momento de la solidaridad y demanda de cada uno el concurso que cada cual está en capacidad de brindar. Recordemos también que una cosa es mirar los toros desde el tendido y otra muy distinta plantarse en la arena frente a un animal enorme. Vergüenza, y no mérito, es la de aquellos que desde su cómoda vivienda en las ciudades que se salvaron del flagelo critican a quienes, día tras día, están haciendo lo que pueden.
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