El dolor de mi país. El dolor de vidas quebradas, de niños que murieron abrazados, de padres desolados, de ilusiones rotas, de ruinas que se llevaron consigo el sentido del hogar, la paz y la sonrisa. Es el dolor que veo en las ciudades y pueblos arrasados, en el gesto de la anciana, en el desconcierto del joven, en las lágrimas del hijo. Es el dolor que nos embarga y compromete, que censura la indolencia y que nos avergüenza y nos señala.
La otra noche, la tragedia del terremoto arrojó brutalmente una lucidez casi olvidada sobre el mundo de cada uno. Dolor que indica que la solidaridad no es una palabra, que es una virtud, un compromiso, un reto a la sensibilidad, una apelación a aquello que aún nos queda de humanidad, a lo que nos resta del gesto fraterno, y que alude, quizá, a alguna lágrima escondida, a un abrazo reprimido. Es el dolor que nos dice que el prójimo -ese hombre, esa mujer-, cuya desolación vemos en la pantalla, es un hermano. Dolor que nos hace descubrir que las diferencias no significan nada cuando se comparte de verdad una tragedia, cuando se entiende lo que significa el hogar destruido, el hijo muerto, el padre sepultado bajo los escombros, o el hermano perdido.
Recuerdo Bahía de Caráquez en los días soleados del verano, recuerdo el malecón y la playa. Recuerdo la amabilidad de una ciudad linda, y veo la gabarra, las barcas y las luces de San Vicente, a lo lejos, como una promesa de paz. Recuerdo Bahía y a su gente, las casas del centro, los edificios modernos, el parque cuidado y la iglesia, y quisiera que todo siga así, que el dolor de estos días no la atraviese, que nada de lo que pasó ese sábado fatal sea cierto. Bahía, Pedernales, Manta, son testimonios de este país dolorido y apelación urgente a mirar, otra vez, al Ecuador como el sitio de encuentro y la casa de todos.
El dolor de mi país esta aquí, acuciante, intenso. Me pregunto si ante las angustias y las vidas cortadas por la brutalidad de la naturaleza, seremos capaces de crecer en la adversidad, de entender que el Ecuador es un equipo, de recordar que, algún día, fue posible arrimar el hombro, sin recelos, con confianza, como hermanos; me pregunto si gobernantes y gobernados tendremos el gesto grande de dejar de lado las diferencias y confundirnos en un abrazo, cargar el mismo ataúd con idéntica humildad, dolernos juntos del prójimo, brindar una sonrisa al huérfano, extender la mano al que vive la desolación de su familia.
La solidaridad de la gente y el heroísmo de los rescatistas alivian ese dolor. Son testimonios de que el país todavía es país, que aún es posible entender que la ciudadanía es mucho más que una frase, que es la certeza de pertenecer a algo, y de sentir que la tragedia de “ellos” es también nuestra tragedia. Y que es el reto de todos.
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