Navidad

Hicimos en casa el nacimiento, con mi pequeñito José Gabriel, de tres años y medio, y con Constanza, la buenísima amiga colombiana que cuida de él y que con él alegra nuestra casa, tan a menudo solitaria, si no fuera por la bendición de su alegría.

Como no cabía esperar más, buscamos los cajones donde guardo aún las figuras que la bisabuela –mi madre- compró en Madrid hacia 1955. Años después, ya en Quito, armaba el nacimiento y mostraba a amigas y parientes cada detalle de primorosa factura: puentecito, pozo, alberca; gallinero con gallos, gallinas, pollos y pollitos, un gran pavo y hasta un pavo real; palmeras, cactus, casas, una granja completa donde granjero y granjera llevan sendos baldes al pozo, además del pavoroso castillo con soldados de pie en las almenas y un Herodes de cerámica cuya mirada indiferente y algo torpe nada dice del acerbo crimen que cometerá. Una lavandera lava la ropa a la orilla del río; el vendedor de harina carga dos sacos a la espalda; un viejecito, sentado, el rostro entre las manos, medita, junto a una de las tantas casitas de corcho de distintas formas, con jardín anterior y flores en macetas, las ventanas abiertas y cerrada la puerta principal.

Aunque los pastores preceden al luminoso rebaño de ovejitas lanudas, ‘la joya de la corona’ son las figuras de los reyes magos, Melchor, Gaspar y Baltasar, el rey blanco, el rey negro, el rey oriental que, majestuosos en primorosas cabalgaduras con arreos de lujo, van precedidos por el camellero que conduce al respectivo camello; estos, entre las dos jorobas, llevan al Niño Dios sendos baúles repletos de oro, incienso y mirra.

Arriba, entre las montañas y en el portal de corcho, se hallan las imágenes de la Virgen, San José y el Niño, todos con ojos de cristal que, en el pequeño tamaño de las piezas, son garantía de delicado primor.

En casa, el nacimiento sufrió cambios –los de la edad, me digo-: ya el musgo no es musgo, y se ha opacado la estrella que señalaba el camino real; tapamos la manito derecha del niño, sin dedos, con un poco de paja del pesebre. Las casitas de corcho, maltrechas, apenas se sostienen. El caballo blanco del rey blanco ha perdido una pata: solo queda el alambre que sostuvo la delgada cerámica; para que no se caiga, lo ponemos entre las barandas del puente. El del rey negro ya no tiene orejas y es triste ver la noble cabeza del rocín ‘vacía’, como opina mi nieto. Pastores y lavandera perdieron un brazo o una mano, aunque se sostienen, como agobiados, los sacos de harina a la espalda del harinero. Solo Herodes sigue intacto en su malvada voluntad, dominando el nacimiento desde su viejo castillo.

Algún año, mis hijos acostaron a la orilla del río a dos lindas bañistas de porcelana con trajes hasta las rodillas, y otro año –este ya no- Adrián me prestó uno de sus dinosaurios que, arrepentido, volvió a su casa antes de la noche del día en que llegó.

Pero el nacimiento de mi madre, abuela y bisabuela, aunque sin musgo y sin estrella, luce intacto en el corazón.

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