Lula da Silva contesta, en El País, a preguntas de Naia Galárraga. El mundo conoce al exsindicalista, pero quizá no espera que él, al haber salido de la cárcel, muestre tanta alegría de vivir, tanto sentido común. Simultáneamente a mi lectura, volvió a ser condenado, y a 17 años, en lugar de a 12.
Optimista, alegre de vivir, ve al Brasil como ‘un constructor de consensos, de paz, que debe crecer junto a los países con los que tiene frontera, y cuidar de América Latina, porque a EEUU no le gusta que ningún país de América Latina sea protagonista político’.
El expresidente aspira a tiempos de democracia para el logro de instituciones sólidas: ‘Golpes cada 10 o 15 años arruinan a los países: Evo Morales el primer indio que gobernó en Bolivia, con el mayor crecimiento de la región y la mejor transferencia de renta, olvidó que la alternancia es importante: eres presidente, puedes tener una reelección. No necesitas dos’.
Si Lula ‘sacó a millones de la pobreza y colocó a Brasil entre los grandes’, hoy, ese mismo país está dirigido por un protestante (¡amasijo explosivo de religión, militarismo y política!); racista, nuevo Trump, pero peor, porque nuestras democracias, con bases poco educadas, lo toleran todo.
Para Lula da Silva, el gobierno de Jair Bolsonaro supone un altísimo riesgo, pues ‘quiere resolverlo todo con el pueblo armado en las calles’ pero ‘solo lo logrará con más tecnología más educación, más empleo, garantía de consolidación de las instituciones’. Atribuye el retroceso de Brasil ‘en gran medida, al comportamiento de los medios que instan a la sociedad a negar la política’.
‘El papel de un expresidente de la República no es agitar a la sociedad contra quien gana las elecciones, sino demostrar que con democracia, distribución de renta y creación de empleo se crean las condiciones para que un país crezca’. Se gobernará luchando contra la desigualdad, cuidando de los que más lo necesitan.
Que la polarización social nos desafíe a restablecer la civilidad, el sentido común. Desde la adversidad hemos de aprender a convivir democráticamente. ‘No necesito que Bolsonaro me guste para respetar la institución de la presidencia de la República. Ni B. necesita que Lula le guste para respetarme como ser humano’.
Afirma, no puede ser de otro modo, que los procesos contra él son ‘falacias, mentiras, invenciones, de los medios y del ministerio público y del juez Moro’. Decidió entregarse para probar que tanto el juez como el fiscal Dallagnol mintieron al país sobre su condena.
Quisiéramos creer más en Lula que en Moro, ¡hoy nada menos que ministro de justicia del Trump brasileño! Pero, aunque Lula defienda su inocencia, y crea que ‘se hará justicia con él’, que se le absolverá; y aunque quienes lo ‘vimos’ gobernar, entrar y salir de la cárcel, y le ‘oímos’ conversar de democracia con tanta sabiduría, queremos creer en su honestidad, si se demuestra que se dejó vencer por la tentación del lujo, del poder, la del dinero y la estúpida opulencia, ¿en quién, en esta América, cabrá confiar?